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jueves, 22 de junio de 2017

Relato 10 1/2 - El Violinista de Mármol



El Violinista de Mármol


Primera parte

E
l correo tan esperado había llegado. El director de orquesta Joaquín Arriola había abierto su computadora portátil mientras los integrantes de su orquesta afinaban sus instrumentos para poder empezar el ensayo de ese día. No podía evitarlo, desde el momento en el que vio el remitente, auguró que vendrían buenas noticias en ese mensaje. La forma de sus labios adoptó inmediatamente una sonrisa que muchos de los jóvenes integrantes de su orquesta no pudieron ignorar. Y es que era raro ver al director de orquesta sonreír. Le habían dado la oportunidad de su vida escrita en ese correo.
Por mucho tiempo había buscado presentarse en el escenario principal de Bellas Artes. Y, por fin, en ese correo, estaba escrito que lo estaban contactando para hacerlo. Todo el desgastante trabajo había valido la pena.
Joaquín había experimentado un súbito desborde de emociones. Le había encontrado un gran sabor a esa noticia y estaba tan jubiloso que podía reírse a carcajadas. Muy pocas cosas le habían causado tanta alegría. Y es que había trabajado tanto en ese proyecto que ahora estaba viendo reflejados sus esfuerzos. Esfuerzos que por muchos años fueron minimizados por cualquier institución del arte. Muchos lo conocieron como si fuera un plagiador. Lo hicieron ver como un tramposo, alguien que no tenía autenticidad ni creatividad en sus obras. Pero gracias a que años atrás había tenido acceso a algunos archivos que formaban parte de una partitura de un solo de violín, que a su vez formaban parte de una sinfonía, había obtenido la atención de algunos profesores y miembros de las altas esferas en cuanto a la música se refería.
Un coleccionista había llegado a él, supuestamente, y por palabras del mismo coleccionista, porque había seguido a fondo la carrera en declive de Joaquín. Extrañamente tenía unas razones de sobra para venderle la partitura, a lo cual, y lógicamente, Joaquín dudó de la palabra de aquel coleccionista. El hombre extraño le planteó un buen negocio:
«—Te puedes quedar con la partitura —le había dicho—. Si no te convences de lo que te digo, no me pagarás nada, en lo absoluto. Te quedarás con la partitura y harás lo que quieras con ella. Pero si sí te convences, me pagarás la cantidad que viene apuntada en este sobre —le extendió la mano y le dio un sobre cerrado—. No lo habrás. Si lo haces, todo el trato se acabará y vendré por la partitura y me la llevaré. Y eso no te convendrá mucho. Te lo aseguro.» 
Sin divisar lo que aquella partitura pudiera significar, Joaquín decidió transcribir la partitura grabarla y registrar la obra a su nombre. El hecho de no saber siquiera quién era el autor de la obra lo exhumaba un poco de sus culpas. Pensaba que todo partiría de buen puerto si desapareciera por un tiempo, con el pretexto de que se encontraba componiendo y arreglando partes de la sinfonía. Cuando volvió a la luz pública, la proyección que le había dotado a la sinfonía, alimentada con sonidos nuevos y llamativos, hizo que la gente que la escuchaba sintiera una leve satisfacción.
Esta obra comprendía solos de piano, violonchelo, guitarra y percusiones, todos respetados en base a lo que la partitura original mostraba. Pero lo que más destacaba, por encima de cualquier instrumento, era el solo del violín con el cuál empezaba, mediaba y terminaba. Los sonidos de la sinfonía tenían subidones en el ritmo que parecían fuera de tono, pero que, a la brevedad, hacía que espectador quedara fascinado con el acomodo de todos los instrumentos acoplándose de manera uniforme en el desenlace de la música. Por otra parte, la sinfonía contaba con arreglos donde las percusiones eran el instrumento principal, dejando que la gente se mantuviera ricamente en suspenso hasta que un solo de guitarra, apenas entrante, iba adueñándose de los oídos de los espectadores.
El haber encontrado aquella partitura había sido el mayor acierto de su vida. Pero le quedaba una desazón en la conciencia por las palabras del coleccionista que le había dado la partitura.
La partitura la llevaba consigo todo el tiempo, en un estuche tubular de madera. Se le había impregnado la idea de que alguien, en su afán de verlo derrotado, pudiera robársela. Se había obsesionado de sobremanera. Y ahora, que tenía el triunfo en las manos —con la oportunidad de llevar sus obras a Bellas artes—, la obsesión lo había llevado a un momento cumbre. Un momento en el que le importaba más la partitura que otra cosa.
Todos los integrantes de la orquesta se le quedaron viendo al momento de Joaquín miraba el monitor de su laptop y sonreía como si alguien le estuviera le estuviera contando un chiste.
Fue Cristian, un joven prodigio del violín, y desarrollador del solo de violín de la sinfonía, quien se acercó a Joaquín al ver que éste no acudía a empezar el ensayo de esa noche.
—Profesor Joaquín —dijo tratando de llamar su atención—. Lo estamos esperando. Todos han terminado de afinar, sólo falta usted para empezar.
Joaquín dejó un momento más la vista en la pantalla de su computadora, y, aunque lo había escuchado perfectamente, solamente siguió sonriendo como si nada hubiera pasado a su alrededor.
Cristian lo miró dubitativo y miró a sus compañeros, que estaban expectantes de lo que pasaba. Se encogió de hombros y giró, nuevamente, la vista a Joaquín, en ese momento lo escuchó hablar:
—En un momento iré. Comiencen.
Cristian dio media vuelta y regresó con el grupo de músicos. Después de unos segundos, la orquesta empezó a tocar, Joaquín se abotonó el saco y los miró desde un costado, mirando impresionado lo que su fantasiosa mente había proyectado ante sus ojos; creía estar enfrente de un grupo enardecido y complacido por lo que estaba a punto de escuchar, aclamándolo.

Fue un ensayo casi perfecto. Sólo había una parte que no le gustaba dentro del solo de violín, pensaba que había algo que le faltaba. Posiblemente un poco más de proyección histriónica. Algo que le diera un mayor énfasis.
Pensó entonces en Cristian. Ese joven prodigio había sido un gran descubrimiento. Era el más indicado, dentro de la orquesta, para interpretar aquel sólo, simplemente que, en ocasiones, sentía que su talento iba cayendo. Era como si se confiara de sus propias habilidades y quisiera sobresalir por encima de los demás. Joaquín pensaba que no era necesario que lo hiciera, puesto que el solo, bien ejecutado, sobresalía por sí mismo.
Tendría que hacer algunos acomodos, o, mínimo, conversar sería mente con el muchacho.
Pero eso es algo que no tendría por qué atormentarle ahora.
Al llegar a su departamento, sintió el frío que entraba por la ventana de la sala. No recordaba haberla dejado abierta, pero tampoco recordaba haberla cerrado. Prefirió pensar que se le había olvidado cerrarla. Encendió todas las luces y pasó a su bar. Sacó una copa y sirvió un poco de vino tinto en ella. Disfrutó la sensación al caerle en la lengua. Por un momento, contempló la etiqueta, «Concha y Toro» rezaba. El control de su estéreo estaba a tan sólo unos palmos de su mano derecha. Con desdén, oprimió el botón que encendía el estéreo. La pista que sonó fue “la despedida” de Fito Páez. Siempre referenciaba que tenía gustos que, como orquestador, no debía tener, pero que siempre fueron válidos para forjar su formación como músico. A medida que la poesía y la cadencia de la melodía avanzaban, sintió cómo nuevamente la soledad lo abrazaba con sus garras de añoranza y melancolía. Para la mitad de la canción ya se había servido más de tres copas, e iba por la cuarta. Cuando terminó la canción fueron cinco en total las copas que había tomado.
Después de eso se sintió levemente mareado. Se rió solo y se miró en el espejo de que le quedaba enfrente. Se rió de su aspecto y pensó que nada de lo que estaba ocurriendo le pertenecía a él, que todo era de alguien que ni siquiera se enteraría de la gran sinfonía que había hecho. Y que ese premio sólo se lo había ganado debido a su gran paciencia, a buscar lo que a él le satisfacía. Pero tuvo que reconocer que su creatividad, por lo menos ante él mismo, había quedado por los suelos. Se sentía abatido por el déficit de creatividad que siempre tuvo. Se sintió tan avergonzado que se echó a llorar como un estudiante que ha reprobado el examen y que sabe que al llegar a casa recibirá el mayor de los castigos.
Se trató de levantar del banco en el que había tomado asiento y sintió un súbito desvanecimiento, el cual lo llevó hasta el suelo. Se quedó tumbado ahí sintiendo cómo el vino que había caído al suelo, junto con él, le mojaba la cara. Se sintió cansado. Débil. Pensó que lo que sería mejor para él sería quedarse ahí dormido y no despertar. Sumirse en un profundo sueño y jamás regresar. Pero, de inmediato, se dijo que tenía que vivir, tenía muchas cosas que pagar. La idea de mala hierba nunca muere, le agradó de sobremanera. Terminó por fastidiarse. Se levantó del suelo y, a trompicones, se dirigió a su habitación. Era el departamento más lujoso que pudo haber conseguido. Había hecho mucho dinero en sus constantes presentaciones. «Y todo gracias a esa maldita sinfonía» se dijo riendo.
Entró a su habitación y se echó a reír como un loco. Se acercó a su buró y abrió el cajón. Sacó del interior el sobre que le había dado aquel coleccionista que le había dado la partitura. Pensó que era un cínico. Tuvo tentación de abrirlo. «Al diablo» se dijo, pensando en que nada de lo que dijo ese sujeto podría pasar, ahora estaba a punto de conseguir su tan anhelado deseo.  Poco a poco se le fue apagando la sonrisa a medida que el sueño le iba venciendo. Terminó tumbándose en la alfombra. No le incomodó estar recargado en la pared. Lentamente, su cuerpo comenzó a deslizarse hacia un costado, a medida que en menos de un minuto ya encontraba, prácticamente, recostado en el suelo.
Cuando estaba completamente perdido en su sueño, no sintió las manos que lo tomaban por la nuca y por la parte posterior de las rodillas y lo elevaba a su cama.
En medio de su sueño,  reconoció la dulce tonada con la que empezaba su tan idolatrada sinfonía. Terminó durmiendo con una sonrisa en el rostro.


«—¿Sabes que lo que te hace famoso no es tuyo?» sonó una voz impetuosa, como si se estuviera riendo de él.
Esa voz lo sobresaltó tanto que lo despertó. Se levantó de golpe y por poco cae de la cama. Tenía la sensación en los poros de que alguien le había hablado al oído, cerca de la nuca. Se levantó desconcertado, con la mirada plasmada en un punto imaginario, como si divisara, de pronto, a la persona que le había hablado segundos antes. Estaba sudando frío, recargado contra la pared y pensando qué hacer a continuación. Tragó saliva y al sentirse un poco más tranquilo retomó lugar en su cama. Sus sábanas estaban calientes. Se tumbó en la cama pensando que lo único que necesitaba era dormir un poco más, desaprisionarse de todo lo que le había pasado en los últimos años. Entonces, reparó en que no tenía imágenes guardadas en su memoria de que se hubiera acostado en su cama. Tenía el vago recuerdo de que se había tumbado en el suelo, pero no más. Pensó que en cuanto terminara con su presentación en Bellas Artes, lo primero que haría era tomar unas extensas vacaciones. Le urgía aislarse de la multitud y quedarse él mismo en un lugar apartado, donde nadie lo conociera; donde no hubiera nadie quien lo molestara.
Poco tiempo después se levantó de su cama. Caminó hacia la sala prestando atención a todo el alboroto que había dejado su precoz merluza. Se frotó la frente pensando en lo mal que estaba. Que debía dominar mejor sus pensamientos, sus impulsos. Que no era bueno que alguien lo pudiera observar así. Le hablaría a la mujer que le hacía el aseo en la casa para que fuera a limpiar todo ese desorden. Regresó sus pasos y fue hacia otra de las habitaciones del departamento. Una habitación que había adaptado como un estudio de ensayo. Era la habitación que había predestinado a ser su cuarto para estar solo. Para pensar. Para poder poner en orden todas sus ideas. Dentro tenía una gran colección de instrumentos de cuerdas: guitarras, violines, violoncelos. Sus favoritos. Después seguían los instrumentos de viento. Y, aunque sabía utilizarlos, no tenía un lugar para ellos en su hogar. Caminó hacia el centro de la habitación. Miró los estuches de sus instrumentos.  Dentro de sus más valiosas pertenencias se encontraba un violín Stradivarius, que era la única herencia que conservaba de su padre. Lo había conseguido en una subasta en Francia durante una gira que había realizado en sus tiempos como músico de orquesta. Era una gran suerte que lo hubiera conocido debido a que, en todo el mundo, se tenía el conocimiento de seiscientos de los mil doscientos violines que había elaborado Antonio Stradivari. Lo descolgó de la pared y lo llevó a la mesa de centro. Abrió los broches y contempló la fina madera en tono ámbar. Sonrió al ver la solidez y la finura de aquella pieza. Sería ese violín el que utilizaría Christian en Bellas Artes. Ya lo había decidido. No necesitaba hacerle propuestas al joven músico, puesto que gracias a Joaquín el muchacho se encontraba donde se encontraba. Sería una gran decoración que un Stradivarius tocase esa gran melodía en un día tan especial. Comenzó a deslizar los dedos por el violín, sintiendo cada parte de esa pieza tan perfecto.
Un delicado relieve le hizo arquear las cejas en la parte trasera del violín mientras lo veía con detenimiento. Lo giró y se sorprendió al ver unos rasguños en el dorso del instrumento. Dos líneas curveadas, muy finas, que iban en forma paralela, en vertical por el cuerpo del violín, le hicieron sentir un profundo enojo.
Curiosamente, Joaquín no reparó en que aquellos rasguños definían, extrañamente, la silueta de dos números tres: «33».

Por la tarde, se dirigió a la comida con los representantes del Instituto Nacional de Bellas Artes, en compañía de Andrés, su representante y amigo por más de diecisiete años. Prácticamente desde que comenzó a dedicarse a la música. Ninguna otra persona se había hecho de su confianza.
La comida había sido demasiado cansada. Un momento en donde los representantes de INBA aprovecharon para cuestionarle muchos aspectos y que si el instituto había decidido llamarle es debido al gran auge que había tenido la última sinfonía que había compuesto. A lo cual Joaquín no tomó mucha importancia, pues, al parecer, viendo el interés de los representantes del INBA, la propuesta era irrevocable.
Plantearon la fecha oficial del evento y la fecha en que serían los ensayos, mismos que constarían de tres sesiones y serían por la noche. La fecha del evento sería dentro de un mes. Tiempo en el cual tendrían que estar frecuentemente en contacto para afinar detalles de todo lo que se pueda presentar.
Esa misma noche habló con todos los sesenta integrantes de su orquesta.
—Nos presentaremos en uno de los más imponentes escenarios del país —dijo estando al frente de todos.
Se escucharon murmullos por todo el salón.
Joaquín los miró disimulando una sonrisa.
—¡Señores, nos presentaremos en Bellas Artes!
La gente se escandalizó de inmediato. Una ola de gritos jubilosos se adueñó de todo el espacio y los aplausos no se hicieron esperar.
El primero que se aproximó fue Christian. Corrió y le dio una palmada en los hombros.
—¿De verdad estaremos en Bellas Artes?          —preguntó el joven con una sonrisa en la cara.
Joaquín se le quedó viendo tratando de ocultar su alegría.
—Si te dijera que no, sería mentira —contestó Joaquín confirmando lo que el chico había escuchado previamente.
Joaquín lo tomó por el hombro y lo conminó a caminar con él.
—Christian —sorbió una gran bocanada de aire—. Todo esto puede ser el inicio de un comienzo de algo más grande. Puede que tengamos delante de nosotros la puerta para presentarnos en lugares fuera del país. En lugares donde soñamos alguna vez soñamos presentarnos —dejó que sus palabras tomaran forma en la mente de Christian—. Pero si algo sale mal… es posible que sea nuestra propia tumba. Por muchos años he trabajado en todo este proyecto. He trabajado día noche para que ésta sinfonía logre tener el matiz que hoy tiene. Y no digo que no pueda sonar inclusive mejor, pero tenemos un nivel que siempre quise alcanzar. ¿Y sabes? Necesito mucho de ti. Mucho empeño. Mucha dedicación. Tú eres una parte muy importante de todo esto. Así que necesito, si los demás están dando el cien por ciento, tú des el doble.
El joven solamente asintió sin reflejar el ímpetu que ahora poseía. Simplemente se quedó con las ganas de externar lo que sentía y decirle a su mentor que todo estaría bien, que podía dejar todo en sus manos.
Joaquín supo entonces que ese tipo de alicientes debía tener con todos los integrantes de su orquesta. Y en el tiempo que restaba para el gran día hablaría con todos y cada uno de los integrantes de su agrupación.

Por fin se llegaron los días de ensayo en el interior de Bellas Artes. Un inmenso júbilo abrazó a todos los integrantes al ir entrando por la gran puerta de la entrada principal. Joaquín había considerado que era bueno que no hubiera interrupciones y que el ensayar de noche sería una buena alternativa. Todos se abrían paso platicando de lo colosal que era eso. Fueron caminando despacio por donde los representantes del instituto los guiaban.
Todos apreciaban el arte en interior, boquiabiertos. Verlo de día no era ni la mitad de sorprendente que es en realidad de noche. Los integrantes de la sinfónica iban respirando el ambiente del porfiriato que aún se respira dentro. Esa elegante edificación adornada con obras de Rivera, Siqueiros y Orozco, simplemente les brindaba una soberbia bienvenida de una forma silenciosa, pero no menos impactante y placentera.
—Ya tendrán tiempo para admirar, a detalle, todo el edificio —los apuró uno de los representantes del instituto.
Joaquín avanzaba silencioso. Sumido en sus pensamientos. No necesitaba ver nuevamente todo lo que ya, de por sí, se sabía de memoria. Había asistido en diversas ocasiones a aquel recinto como espectador. Ahora tenía que disfrutar el momento como el foco de atención de todo el evento.
Se dirigieron a la parte trasera del escenario. Ahí dejaron sus instrumentos y se despidieron los representantes del INBA.
—¿Nos quedaremos solos aquí? —preguntó despreocupado Joaquín.
—Sólo será un momento —replicó uno.
—Pronto conocerán a don Rafael —dijo el otro—. Es un empleado del inmueble. Lleva muchos años teniendo el turno de la noche, cuidando el palacio. Él les guiará en las noches que duren los ensayos.
Joaquín asintió con desdén mientras contemplaba los palcos y los asientos.
Se imaginó a la gente aplaudiendo, de pie, con una gran sonrisa en los labios. Unas grandes sonrisas que pronto transmutaron en unas máscaras depravadamente burlonas, que lo miraban señalándolo y gritándole «¡ladrón!» mientras seguían aplaudiendo como si en su reclamo valiera la pena el reconocimiento. Parpadeó muy rápidamente los ojos para quitarse esa imagen de su cabeza. Últimamente había tenido complicaciones con ese tipo de imágenes en la cabeza. Por ello mismo se había auto medicado unos tranquilizantes. Pero habían tenido muy poco éxito.
— ¡Muy bien! —levantó la voz Joaquín dejando de prestar atención a su malestar y apremiar a los representantes del INBA a que se fueran—Hay que darnos prisa. Quiero un ensayo sin errores. Afinen instrumentos. Avísenme cuando estén listos.
Descendió hacia las butacas mientras Andrés hablaba con los representantes del Instituto.
Notó que uno de ellos lo miraba mientras el otro seguía hablando con Andrés. Joaquín lo ignoró. Fue a tomar asiento y tomar notas de lo que tenía que hacer para que todo saliera bien ese día. Desde ahí tenía una vista periférica de todo el escenario y podía discernir todo lo que le hacía falta. Se imaginó la iluminación y todo el contorno del escenario. Pensó que la acústica tendría que tener unos efectos brillantes, nada de distorsiones, todo al natural, con matices que sólo sobresalieran en los momentos precisos. De pronto comenzó a sonar el violín de Christian. Fue el primero en comenzar con sus movimientos en el violín. El sonido se escuchaba distante, pero nítido. Completo. No alcanzaba a distraer a Joaquín de sus pensamientos. Escuchaba las voces de los demás integrantes, como leves voces que no decían nada entre sí, pero que tenían un sonido que iba acompañado de un eco relajante.
Sintió ganas de cerrar sus ojos. Lo hizo.
Se relajó y trató de que se quedara solamente el sonido nítido del violín en sus oídos, como si se tratara del tono hipnotizante de “La flauta mágica” de Mozart. Se perdió un momento en sus pensamientos, hasta que un sonido discorde ensombreció los movimientos de Christian. Se había equivocado. Había colocado mal una nota y eso había hecho que todo lo que hizo en ese momento se convirtiera en un patético solo.
Abrió los ojos con un gesto de insatisfacción que lo llevó hasta que empezó a hablar.
Un par de manos comenzaron a aplaudir a sus espaldas.
Joaquín volteó a ver de quién se trataba.
Era un hombre anciano, completamente canoso y con uniforme de intendente.
Joaquín lo miró enfadado.
—¿Quién ese tipo? —dijo para sí mismo mientras caminaba hacia el escenario.
Apoyó su mano en el escenario y subió de un brinco.
Joaquín se acercó a Christian.
—Debes de ser más cuidadoso con lo que haces…—comenzó a decir. Fue interrumpido por el mismo hombre que estaba aplaudiendo, sólo que ahora gritaba:
—¡Bravo!
Joaquín se detuvo ante ese estruendoso vitoreo. Lo miró con un gesto fruncido y aguardó a que se callara.
—¿Alguien me puede hacer el favor de callar a éste sujeto?
El hombre le sonrió en respuesta.
—¿Quién es usted y por qué está irrumpiendo en nuestro ensayo?
El anciano sacudió la cabeza.
—Vaya carácter —le dijo en voz tranquila a Joaquín—. No debería tratar así a su audiencia. Y menos a alguien que ha vivido más que usted.
Joaquín bufó.
—¿Quién es usted, señor?—repitió con una voz más calmada.
—Así sí nos podemos entender—replicó el anciano. Avanzó hacia las escaleras—. Digamos que soy la persona que conoce mejor este recinto. Lo he visto desde sus cimientos, ver cómo lo erigían y cómo ha pasado el tiempo por sus columnas y sus interiores.
—Muy bien —dijo Joaquín con cierto desdén— Pero, su nombre, ¿Cuál es?
—Soy Rafael Galicia.
—Muy bien, señor Rafael. Y ¿a qué debemos su cordial visita a nuestro ensayo?
—Aquí trabajo, señor —afirmo el anciano—. Antes de que alguien observe una obra o escuche una música que se presentará aquí, es mi deber escucharla y darle un visto bueno.
Joaquín soltó una leve risa.
—¿Usted me va a evaluar? —dijo en un tono que raya a reto.
—No —contestó Rafael Galicia—. Simplemente seré su primer espectador.
Joaquín no tuvo más remedio que dejar la conversación ríspida que comenzaba a tener de su parte y se dio vuelta para mirar de frente a su grupo de músicos.
—Muy bien —en su tono de voz se alcanzaba a percibir todavía un hilo de ira—. Quiero escucharlos. Está próximo a llegar el día y no quiero errores. Ni uno sólo —comenzó a caminar de un lado a otro, en su tercera vuelta le puso la mano en la espalda a Christian—. Principalmente de ti. Quiero que te los ganes a todos. Que demuestres lo que sabes hacer para que les dotes de una mayor confianza a los demás.
El joven asintió.
—Y lo que menos necesito son errores como los que tuviste hace un momento. Mira que ese tipo de errores te pueden costar muy caro.
El anciano se había acercado al escenario.
—Creo que no debería tratar al muchacho de esa manera —dijo el anciano.
Joaquín lo miró furioso.
—Bueno. Qué insolencia de usted.
—Creo que usted debería tomar clases de modales y de cómo tratar a la gente —le dijo Rafael de forma tranquila—. Si yo tuviera un hijo no lo llevaría con usted para aprendiera a tocar música —se dio media vuelta, con la intención de retirarse, y comenzó a ascender los escalones hacia las butacas—. De hecho sería usted la última a la cual recomendaría a una persona.
Joaquín sonrió con amargura. Iba a contestarle a Rafael, pero en el momento en que comenzó a articular palabra alguna en su garganta, un sonido desde uno de los palcos apagó todo sonido que pudiese haber ser producido.
Joaquín vio a todo a su alrededor. Todos los que supuestamente estaban desde el inicio, estaban a la vista. Los de la orquesta permanecían a sus espaldas, los dos hombres representantes del INBA se encontraban con Andrés con cara perplejidad, y mirando en el mismo sentido que todos. Todas habían escuchado el sonido de una butaca al levantarse alguien. Sólo que el sonido no había provenido del conjunto de butacas, al pie del escenario, sino que provenía del arriba, de alguno de los palcos.
—¿Qué ha sido eso? —dijeron algunos de los integrantes de la orquesta al unísono.
Rafael Galicia seguía ascendiendo los escalones en dirección contraria de donde se encontraba Joaquín.
—El habitante más célebre de Bellas Artes les da la bienvenida —dijo Rafael sin darse la vuelta.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, dubitativo, Joaquín.
—Es sólo alguien que lo quiere conocer —contestó Rafael y se retiró por una de las puertas de salida.




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