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jueves, 4 de enero de 2018

Relato 15 - Declaración de un asesino en ciernes




Declaración de un asesino en ciernes


La estuve observando pasar de un lado a otro, por toda la habitación, hasta que por fin pudo controlar sus nervios y se detuvo enfrente de mí. Miré su silueta perfecta; una de las tantas causas por la que me había enamorado de ella. Ella me miraba, nerviosa. Sabía sus culpas, y no encontraba las palabras para contradecirme. En un debate sería la más perjudicada.
—Nunca fuiste detallista conmigo —se justificaba.
—Claro que lo era —dije en respuesta—. A mi modo, pero lo era. No era de flores diariamente, pero sí de acordarme de lo especial que eras —al momento en el que ella escuchó esa última palabra sus cejas se arquearon, como si el haber hablado en pasado hubiese sido en realidad haber utilizado un alfiler y habérselo encajado en el dorso de la mano—, de las fechas especiales, de ser constante como pareja. De antemano sabías que mi trabajo no es lo suficientemente condescendiente conmigo. Pero, aun y con todo esto, no me creo una mala persona, o mucho menos una mala pareja.
—Pero me sentía sola. Nunca llegabas temprano.
Terminé aceptando que eso último había sido verdad. Casi nunca estaba en casa. Me esforzaba siempre por tener más y más dinero. La comodidad era todo para mí. Siempre los mejores carros, celulares, los mejores trajes, los mejores relojes, siempre los tenía. Mi vida siempre fue un lujo que nunca me daba el lujo de vivir. Siempre pensando en más, y no en lo menos que requería un poco de atención.
Contemplé sus ojos azules llenos de culpa, demarcados por la sombría mancha de delineador escurriéndole por los costados de la cara. Su mirada se perdía con frecuencia en lo profundo de la habitación, hacia los ventanales de del fondo. Parecía examinar cada una de las luces de los otros edificios, para encontrar a alguien o algo que le dijera qué hacer.
Mi mirada opresora se ceñía en ella. Y aunque estaba sentado en mi sofá, la miraba como si estuviera parado y observándola directamente a los ojos. Su traición carnal no era lo que me acongojaba, sino la deslealtad. Siempre había estado acostumbrado a que la demás gente me tuviera lealtad infinita. Incluso que muchos, por una buena paga por sus servicios, dieran la vida por mí. «A la gente sólo hay que darle lo que quiere, siempre hay alguien dispuesto a hacer lo que tú no quieres hacer.» Bárbara había sido una persona similar en mi vida. En un principio nuestro compromiso había sido un gran negocio entre su padre y yo. El pobre hombre estaba al borde de la banca rota. Necesitaba fusionar su pobre empresa con otra y por eso no puso ningún impedimento para que su pequeña hija se casara conmigo.
Al saber de quién se trataba, al hombre se le había dibujado una gran sonrisa en el rostro, como si hubiera descubierto el más grande secreto de la humanidad.
Bárbara había sido un adorno bellísimo en mi vida. Y aunque yo no estaba enamorado del todo, de la forma común como la gente la conoce, yo veía que ella sí, y que por lo menos esa acción de deslealtad había sido más con la intensión de darme un escarmiento. Lo cual, hasta ahora, no había tenido el resultado esperado.
—Mira a tu alrededor —le dije abriendo los brazos para mostrarle el departamento que teníamos—. Todo esto y lo que atavía tu cuerpo es gracias a mis tan largas jornadas de trabajo. No tienes motivo para querer reprochar lo que tienes. Si no lo hiciera estarías hundida junto con tu padre.
—A él no lo metas, que ya está muerto.
El pobre hombre había sucumbido al cáncer. No había podido aguantar la enfermedad. Pero siempre, y hasta el último momento, su intención fue la de dejar bien protegida a su familia. Su esposa y su hija. Le terminé diciendo que no tenía de qué preocuparse y el hombre murió sin remedio.
Me puse de pie y me paré enfrente de ella.
—Sabes que fui la salvación de tu familia.
—No es así. Tú sólo has sido mi perdición; el mayor obstáculo que tengo que vencer. Tú no has dado nada bueno a mi vida.
Lo que menos toleraba era que alguien diera un vuelco a lo que dijera y que tratara de cambiar, con una frase, todo lo que había hecho. Eso tenía un efecto efervescente con mi enfado. La tomé de la mandíbula y la apreté y la halé hacia mí.
—Te he salvado a ti y a tu familia de andar por las calles pepenando y de buscarse la vida de quién sabe qué forma. Me debes lealtad, me debes la vida, me debes…
Bárbara reaccionó con fuerza, se zafó de mi mano y se hizo hacia atrás, al mismo tiempo me soltó una cachetada en el pómulo izquierdo. Me hizo retroceder. Estaba tocado. Nunca antes nadie me había golpeado la cara. El dolor lo percibía como una sensación placentera. En mi boca se afloró una sonrisa que, lo aseguro, me dio miedo a mí mismo esgrimirla. El sabor de la sangre no tenía ese sabor salado que siempre había tenido, era, más bien, algo dulce, algo que se impregnaba en mi paladar como un fino vino que saciaba, a la vez, mi olfato.
Reí meneando la cabeza.
—Es chistoso sentir el sabor de tu sangre explotando en lengua cuando nunca antes lo habías sentido. Nadie me había tocado la cara si no fuese para una caricia.
Auguro que Bárbara vio la cara que puse, porque retrocedió lentamente; sabía que iba a contraatacar. Apreté el gesto y me abalancé sobre ella. Ella retrocedió casi corriendo, sino hubiese traído tacones, sí lo hubiera hecho. Ella comenzó a tirar cosas a mi paso tratando de evitar que me acercara. Hasta teniendo miedo se veía impecable. Aun y cuando tenía corrido el maquillaje, se veía espléndida.
Extraño su mirada, lo tengo que aceptar. La extraño a toda ella.
He pensado que el sentimiento de extrañeza que tengo hacia con su perdida, ha enfatizado lo que ahora siento. Pues creo que me he convertido en una especie de psicópata.
La veo a ella en cada rostro que pierde el aliento entre mis manos. La veo a ella entre cada persona que esgrime un gesto de temor ente mi arma. Veo su sangre borbotear en el cuerpo de los demás. Siento esa delirante sensación que sentí en ese preciso momento.
Ella fue hasta la cocina, corriendo a trompicones. Tropezó hasta el suelo en un par de ocasiones.
¿Qué expresión en mi cara habrá visto Bárbara para que huyera de esa forma?
Bárbara sacó un cuchillo de un cajón de la cocina. Lo esgrimió ante mí, como si la hoja del cuchillo fuera lo suficientemente poderoso como para hacerme retroceder.
Seguí caminando.
Mis pasos no desaceleraron. La vi, desde el umbral de la puerta, temblando como si hiciera un frío descomunal. Le temblaba la mandíbula, como si ésta se le fuera a descolgar.
Sentía un gran rencor. Sentía la cara sumamente caliente, como si un carbón estuviera encendido dentro de mí.
—Aléjate de mí —decía ella amagando con el cuchillo.
Sostenía el cuchillo sabiendo que de eso dependía su vida.
Al acercarme a ella, sorpresivamente le arrojé mi brazo y la alcancé a tomar de la muñeca izquierda. En un movimiento repentino ella blandió el cuchillo en uno de mis brazos, cortando superficialmente mi piel, pero comenzó a manar sangre como si hubiera alcanzado a rozar una vena.
La miré con mayor odio y la giré hacia enfrente, posicionándome a sus espaldas y tomándola fuertemente desde atrás.
Ella pataleaba y se zambullía para tratar de liberarse. Conforme más se agitaba, yo ejercía mayor fuerza en mis brazos. Ella apretaba la quijada, como si fuese su intención comprimir sus dientes.
Gradualmente sus movimientos empezaron a cesar; les restaba fuerza a cada momento.
Podía sentir cómo sus fuerzas se iban desvaneciendo.
Confié en que se había desmayado, pues podía percibir su respiración débil y decadente. Mantuve la presión en su cuello por un poco más de tiempo, hasta que sus brazos cayeron, flácidos y sin vida.
Dejé caer su cuerpo, el cual cayó, inerte, como un costal de tierra.
Por su nariz escurría una gota de sangre. Su cabeza chocó contra el piso.
La miré complacido. Estaba completamente fuera de sí. Nunca antes había visto un cadáver tan de cerca, mucho menos haber matado a alguien. Pero la sensación que tuve al verla tirada en el piso, después de hacer frente a su traición, me hizo sentir fortalecido.
Me hice hacia atrás, abatido y cansado. Me tallé los ojos mientras abría la boca aspiraba un aire reconfortante que iba, poco a poco, destensando mis músculos. Mi espalda chocó contra el refrigerador. Pude sentir el clima frío en mi torso.
Miré el cuerpo delicado y esbelto de Bárbara. Siempre tuvo ese cuerpo estético. Nunca perdió su figura. Era, muy posiblemente, la mujer más hermosa que hubiese visto. Esos rizos que le caían como luminiscentes betas sobre los hombros.
La mujer perfecta yacía en el suelo, inmóvil.
No era mi intensión asesinarla, sino más bien que aprendiera que no se puede tener todo en esta vida. Que la vida es un constante precio que se debe pagar. Y que eso muy poca gente sabe.
Comencé a avanzar en dirección a la sala. Observaba con detenimiento un halo de luz que se filtraba por los enormes cristales del departamento.
Cuando apenas pasaba por encima del cuerpo de Bárbara, pude ver un movimiento en ella, al cual no le presté demasiada atención pues pensé que se trataba de una convulsión. Pero cuando me percaté de que no lo era, ya era demasiado tarde.
Ella nunca había soltado el cuchillo de su mano.
La hoja del cuchillo rasguño el aire con un sonido muy fino que hizo detonar mi propia sangre.
El corte rayó sobre mi pantalón y en mi pierna. El dolor fue lacerante a unos momentos después que sucediera. La adrenalina en mis venas fungió como factor para posponer el efecto del dolor, pero los músculos comenzaron a sentir todo mi peso sobre ellos, lo cual me hizo caer al suelo.
La sangre se hizo presente de inmediato, dejando un charco rojizo en el suelo.
Me quejé de dolor. Regresé, como pude, mi vista hacia a Bárbara y la observé que empuñaba el cuchillo con su mano temblante. Se comenzaba a enderezar, mientras reptaba como un reptil.
—Nunca más te vuelvas a meter conmigo o con mi familia —me amenazó fon furia.
Parecía sufrir por volver a respirar. Sus exhalaciones eran dificultosas, muy complicadas.
Ella tenía una gran ventaja sobre mí. Pero sabía que la dominación siempre resulta algo tan frágil y engañoso. Retrocedí arrastrándome, con un dolor que me laceraba los músculos. Solté varios bufidos mientras veía cómo ella se iba poniendo de pie. La expresión de su cara, desencajada y fría, me advertía peligro. Apreté los músculos de la cara e intenté levantarme. Me fue imposible. En su lugar traté de voltearme, para alejarme a gatas, pero cuando lo había conseguido solamente pude ver la hoja del cuchillo incrustárseme en el dorso de mi mano.
Un grito sumamente estridente se oyó por todo el departamento.
Un charco de sangre se fue dibujando debajo de mi mano, mientras lo contemplaba horrorizado. Quería proferir millones de improperios, pero estaba horrorizado por completo. El dolor era profundo y no sólo provenía de mi extremidad, sino también de varias partes de mi cuerpo a la vez. Me recosté en el suelo, consiguiendo que cuchillo saliera proyectado hacia un costado. Bárbara no me quitaba la mirada de encima y amenazaba con abalanzarse contra mí.
Así lo hizo, pero la recibí con mi mano sana. Su cuello quedó en mi mano y ella se zambullía como una piraña queriendo morder. Me enseñaba sus dientes y su melena le caía como un ramillete de hilos descoordinados.
Lloraba, haciendo ver su dolor.
Un ataque de adrenalina hizo que mis músculos recobraran fuerza y que desplazara el peso de Bárbara hacia un lado. Rebotó una vez en el suelo y se incorporó tan rápido que cuando la miré de nuevo ya estaba próxima a abalanzarse hacia mí.
Mi mano, en su afán de fungir como un apoyó para levantarme, palpó, por suerte, en el lugar equivocado, haciendo que encontrara el cuchillo que Bárbara había tenido momentos antes. Lo empuñé de inmediato.
Vi a Bárbara impulsarse con fuerza desmedida hacia a mí. Como acto reflejo, y en respuesta a su agresivo movimiento, lo único que pude hacer fue extender mi mano empuñando el cuchillo con el filo por delante.
La hoja del cuchillo se clavó en el costado de su cuello, a unos diez centímetro de su clavícula. Sus ojos representaron una escena complicada de estupefacción que se me ha quedado grabada en la mente como un recuerdo de la infancia.
Observé lentamente cómo su cuerpo iba perdiendo fuerza hacia el piso con cada convulsión. Su cara; una máscara mortuoria con expresión desencajada, daba sus últimos respiros antes de caer al piso, sin vida y manando sangre por el cuelo y la boca.
Tras todo este tiempo, sé que no estuvo bien lo que hice. Pero después de que conoces la sensación que se tiene cuando silencias la voz de tu cabeza que te repite a cada momento “hazlo, hazlo, ¡hazlo!”, todo se vuelve tan quieto que parece sumergirse en un mar pasivo y sin oleaje.
Ojalá alguien encuentre esta carta y me detenga.
Porque no hay asesino serial que no anhele ser atrapado.
 



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