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lunes, 22 de enero de 2018

Relato 14 - Manos de Sangre





Manos de Sangre




Habían traído nuevamente la cena. Noche tras noche, todo siempre era lo mismo. Las mismas sombras, los mismos rencores, los mimos remordimientos arremolinados en su cabeza. La fría habitación blanca, monótona y aburrida de siempre. La misma penumbra nocturna de muros pálidos y acolchonados.
El sentirse como algo inanimado, de vez en cuando, le proporcionaba un tipo de calma que no alcanzaba a comprender. En ocasiones esa calma le hacía sonreír. Pero lo cierto es que ella no estaba loca. La volvieron loca al momento de meterla a ese manicomio, al dejar en aislamiento debido al caso que atravesaba. La habían dejado loca los sucesos de los cuales ella había sido testigo.
Para nadie era correcto lo que hizo. Cualquiera que lo supiera, la veía con repudio, incluso con odio.
El doctor Méndez —el doctor que atendía su caso—, un joven de treinta y pocos años, con mucha experiencia teórica, pero muy poca experiencia en campo, apenas era capaz de acercarse a conversar con ella. Evidentemente le tenía miedo.
De verdad sentía un escabroso sentimiento de repulsión hacia ella.
Julia estaba al tanto de ello.
Por más que intentara comunicarse, tranquilamente, con el doctor Méndez, no podía hacer que él le pusiera atención. Bastaba con que su mirada se posara en él, para que simplemente le tuviera miedo y quisiese irse de inmediato.           
— ¿Ahora usted me traerá la cena, Doctor? —preguntó Julia al ver la cara del doctor Méndez en la ventanilla de la puerta de su habitación.
Ella se encontraba sentada al fondo de la habitación, abrazando sus rodillas a su pecho.
La habitación había adquirido una tonalidad grisácea. Lo que le daba a Julia una apariencia aterradora a la poca luz que se filtraba en la habitación.
El Doctor Méndez se le había quedado mirando, como si hubiera oído la voz pero como si no le hubiera encontrado la forma a lo que le estaba hablando. Pues, sentada como estaba y con la débil luz que hacía poco visible su cuerpo, su aspecto parecía más el de un pedazo de tela tirado en el suelo del cual colgara un pedazo de tela deshilachada en forma de cabellos.
Julia alcanzó a ver que alguien se acercaba a la puerta apuntando con una linterna.
El halo de luz le dio en la cara, y la hizo esgrimir una mueca de molestia.
—Doctor, Doctor —dijo Julia meneando la mano derecha—, dígale a su acompañante que aparte esa luz de mi cara si no quiere que le haga lo que le hice a mi marido.
El acompañante, asustado por lo que había escuchado, apagó inmediatamente la linterna sin esperar a que el Doctor Méndez se lo indicara.
—Déjenos solos, por favor —le indicó el Doctor.
El guardia asintió tembloroso.
El Doctor Méndez aguardó hasta verlo doblar por el pasillo y perderse entre los recovecos del hospital. A continuación miró al interior de la habitación por la ventanilla. Se llevó una muy amarga sorpresa al ver que Julia no se encontraba dentro de su campo de visión. Pegó su cara al borde de la ventanilla. Sintió el aire frió que despedía la habitación y miró confundido el vació azulado del cual se coloreaban las paredes. Frunció la mirada y apretó los dientes. Sentía como si la quijada se le fuera a desviar y cuando vio, inesperadamente, la sombra del rostro de Julia frente a él, lo único que pudo hacer fue hacerse hacia atrás y quedarse pegado contra la pared del pasillo.
Gracias a la muy leve iluminación del pasillo, observó, en medio de la ventanilla, el rostro demacrado e insano de Julia.
— ¡Por dios! —Exclamó el Doctor—, nunca vuelvas a hacer eso.
El pecho del Doctor Méndez parecía víctima de una respiración precipitada.
—No tiene que temerme, Doctor.
— ¿Cómo no temerte? Después de leer todo lo que dice tu expediente que le hiciste a tu familia.
—Pero yo no lo hice. Se lo he dicho en repetidas ocasiones. Fue esa voz que me indica lo que debo hacer, sino el dolor se intensifica. Lo que hay dentro de mí se adueña de mis movimientos y lo hace a voluntad. Yo no puedo controlarlo, es algo que no puedo explicarlo.
«Maldita loca» pensó el Doctor.
—Eso nadie te lo puede creer —el doctor recuperó la postura, se acomodó la corbata y recogió su tabla de anotaciones—. De verdad quiero ayudarte. Quiero que consigas una condena menor. Pero para eso necesito documentar una mejoría. La cual no la he visto desde que entraste en este hospital.
— ¿Qué mejoría quiere ver, Doctor? —Julia hizo unas muecas como si le hubiera entrado polvo en los ojos— ¿Quiere que le diga lo que usted quiere escuchar? ¿Qué yo maté conscientemente a mi familia?
La mirada de Julia era profunda, parecía desnudar cualquier sentimiento del Doctor. Por eso éste se encontraba intimidado, con miedo y con ganas de darse un respiro.
—Le repito. Yo estoy aquí solamente para ayudarle. Solamente busco la verdad.
—Muchos han tratado de hallar la verdad —reprochó Julia—. Pero nadie ha podido. No hay más verdad de la que he contado.
Méndez sacudió la cabeza como si una peligrosa idea se hubiera adueñado de sus pensamientos. Se quedó callado.
—No hay más verdad. Muchas veces, las cosas son como son y no hay una explicación lógica que nos lleve a entender lo que pasó realmente. Muchas veces es solamente eso lo que hay.
El Doctor guardó silencio. Pensativo, miró con la cabeza agachada a Julia.
—Quiero entender lo que ocurre. Cuénteme, nuevamente, y con lujo de detalle, su historia.
Julia asintió.

Es muy difícil reaccionar cuando sientes que algo, o alguien, te habla al oído. Desde la fecha en que asesiné a mi familia, a unos cuantos días atrás, comencé a escuchar una voz que, primero, me susurraba al oído cosas como: «te vas a morir» «No tienes salida» «Verás la sangre de los tuyos pintar tu suelo». Siempre esa misma voz, que terminaba con una risita petulante, infantil.
Me espantaba pensar que por las noches se encontrara la dueña de la voz, susurrándome a mis espaldas. Era bien esa posibilidad lo que producían que mis sueños se perturbaran.
Siempre soñaba las imágenes mutiladas de los miembros de mi familia. Y terminaba observando mis manos, que estaban llenas de sangre. Mis sueños siempre terminaban con un grito desgarrados, producido… por mí. Llegaba a pensar que ese era el reflejo de mi pesar en la consciencia, del dolor que sentía al ver lo que había  hecho en mis sueños.
Supuse que me estaba volviendo loca, que la voz necia y pueril en mi mente era el reflejo de un trastorno psicológico. Así que visité a un médico, un terapeuta, el cual me dijo que, de momento, no encontraba nada anormal con mi comportamiento, y que posiblemente, al paso de los días, se desvelarían cualquier tipo de problema que pudiera tener.
Pero me harté y dejé de ir. No consolidaba la idea de que nadie pudiera indicarme lo que me estaba pasando.
Fue entonces cuando solicité la ayuda de una médium, que por lo menos me dijo qué era lo que podía tener. Ésta médium, de nombre Mirna, era conocida de una amiga. Fue la primera vez, en días, que me había sentido verdaderamente entendida.
Pero lo que me dijo, hizo que sintiera un escalofrío por todo el cuerpo.
—Usted no tiene un trastorno mental, Señora —la mujer hablaba tranquilamente, y, a pesar que me encontraba frente ella, no me miraba a los ojos, sino que miraba a  un punto por un costado de mi cuerpo. La mujer suspiró—. Lo que trato de decirle es que usted no está enferma —me tomó del brazo hasta llegar a la sala y sentarnos en uno de mis sofás—. Lo que usted sufre es el acoso de un espectro.
Yo negué con la cabeza. No creía que fuese por esa causa. Reí nerviosamente como si fuera una adolescente intimidada.
—No —dije—, no creo que sea eso. Debe ser algo más.
La mujer se me quedó viendo con una mediana sonrisa que apenas si afloraba en su cara. Me miraba y después miraba a un costado.
— ¿Qué ocurre? —Le pregunté— ¿Por qué desvía la mirada tan constante mente?
La mujer se aclaró la garganta y apretó los labios. Se inclinó hacia a mí diciendo:
—Ese acoso del que le hago mención, es un fantasma de una niña preadolescente y siempre la sigue a todas partes. De hecho, ahora mismo la observa detenidamente mientras usted se dedica a mirarme y a escuchar.
No pude evitar reírme por el nerviosismo que sentía. Mis nervios se tensaron tanto que sentía que mi cara se enchuecaría.
La médium, al ver mi expresión se sentó juntó a mí, pasó su brazo por los hombros.
—Tranquila —trató de calmarme—, todo estará bien. Deje todo en mis manos.
Desubicada, asentí.
Durante los días siguientes recibí la visita de la médium diariamente. Pero todo a su vez iba empeorando.
¿A qué me refiero? Pues todo estaba fuera de lugar. Por las noches se escuchaban las risas de de alguien murmurando como si estuviera jugando con alguien en los corredores de la casa. A mis dos hijos les abrían las puertas de sus habitaciones sin que nada, aparentemente, estuviera cerca.
Por las noches, podía escuchar claramente la voz de una niña susurrándome en el oído: «Mátalos, ellos te quieren ver muerta. No les des ese gusto.»
Por las mañanas la confusión me hacía sentir una pesadez. Sentía los hombros castigados como si estuviera cargando un gran peso sobre ellos. Pronto se empezaron a hacer evidentes las ojeras en las cuencas de mis ojos. El sueño que tenía era insoportable. En ocasiones me ganaba el sueño mirando por la ventana al ver que mis hijos abordaban el camión de la escuela. En otras ocasiones me ganaba el sueño viendo la televisión cuando me encontraba cocinando. En una de esas ocasiones fue cuando Mirna me encontró tirada en el suelo de la cocina, empuñando un cuchillo y arañando con la punta del mismo el piso y escribiendo “Delirio, Muerte y tristeza”.
Ella decía que me encontraba riendo delirantemente. Que me mordía los labios como una desquiciada y que repetía constantemente con una voz grave e inusual en mí: «Déjame continuar, falta poco.»
Cuando desperté se encontraban a mi lado Mirna y un sacerdote que ella había llamado.
Tengo que aceptarlo; sentí repulsión al mirar el crucifijo que colgaba del cuello del sacerdote. Era como un escozor que quemaba mis retinas. Era como si me hubieran acercado un cerillo encendido a los ojos.
Le pedí que se lo quitara.
Él se hizo para atrás como si hubiese visto algo extraño en mis ojos. Sentí gusto al verlo pasar saliva, nervioso.
—Esto no es ningún caso de epilepsia —comentó el cura ya cuando las cosas se habían calmado—. Pude ver, mientras estabas recuperando la cordura, que en tus ojos se veía la mirada de alguien más, como si alguien estuviera dentro de ti y no fueras tú la que estuviera aquí, sino alguien más.
— ¿Usted también lo vio padre? —preguntó Mirna.
El padre asintió.
Me les quedé viendo entendiendo que estaban secreteándose con la mirada.
— ¿Me quieren decir qué es lo que me ocurre? —pregunte con voz gruesa.
El padre me miró, al parecer sin la intención de querer hacerlo.
—Es un demonio —dijo en voz baja.
—Sí —asintió Mirna.
El padre se pasó nerviosamente la lengua por los labios. Se hizo hacia atrás hasta encontrar respaldo en una silla. Se notaba frío, como si su cuerpo no se encontrara ahí. Estaba asustado. Y, al parecer, él sabía perfectamente bien por qué lo estaba.
De alguna manera muy extraña, yo lo sabía también.
A menudo, algo desde mi interior me empujaba a esgrimir una sonrisa maliciosa cuando el cura me miraba. Era algo que le gustaba demasiado a lo que estaba dentro de mí. Yo percibía su regocijo como un titubeante tic que se adueñaba de mi párpado izquierdo. Algo dentro de mí se emocionaba con el temer de aquel pobre hombre de dios.
Después de una conversación corta acerca de qué es lo que proponían hacer, me quedé sola con Mirna. Inexplicablemente mi sentido del oído se había agudizado y había alcanzado a escuchar una conversación que tuvieron Mirna y el Padre para que él hablara con algunas personas para que le dieran la oportunidad de traer a alguien para que viera mi caso.
Se encontraban hablando de un exorcismo. Lo oí claramente.
— ¿Quieren sacar al demonio que está dentro de mí? —le susurré a Mirna cuando cerró la puerta después que el padre se dispusiera a marcharse.
En ese momento el demonio de mi interior me susurró lo que le haría a ese sacerdote. Se reía con una gracia grotesca. Después su voz cesó y me sentí más ligera, como si algo hubiese dejado de detenerme por los brazos.
Intuyo que en ese momento salió de mí.
—No me dejes sola —le supliqué a Mirna—. Esto se está adueñando de mí y quiere hacerle daño a mi familia. Me lo ha dicho riéndose, burlándose de mí. Quiero vivir.
Tomamos la decisión que ella se quedara y mantuviéramos en secreto a mi familia el verdadero porqué de que ella se quedara en la casa.
Le dije a mi esposo que me sentía mal y que no quería ir al médico. Que Mirna se encargaría de cuidarme y se quedaría unos días. Él, muy a regañadientes aceptó sin hacer muchas preguntas.
Las cosas se empezaron a descomponer por la noche, cuando todos estaban dormidos y yo me levanté. Fui hacia la sala, donde descansaba Mirna, mientras la voz del demonio me susurraba al oído lo que le había hecho al padre.
«Lo hubieras escuchado; pidiendo clemencia. Lloraba y berreaba, pidiendo ayuda de su dios, el cual nunca lo escucho, ni siquiera hizo un atisbo para detenerme. Que misericordioso es, ¿no? Pero no con los que debe. Tiene mucho tiempo que no me hace frente. Me ha dejado hacer lo que se me plazca como si hubiera desaparecida así como así. Yo creo que ha de haber desertado de sus funciones o ha de estar muy ocupado en otra cosa que ponerle atención a su máxima creación.»
—Cállate —le susurraba a cada paso—, cállate, ¡cállate!
Descendía por la escalera. Iba a buscar a Mirna.
Todo estaba tan oscuro que parecía estar sumergida en un barril de petróleo, pero con el frío propio de un refrigerador enorme. Mis pies pisaban descalzos el suelo, mismo que parecía hielo seco tratando de frenar mi descenso por la escalera pegando mis pies a los peldaños.
—¿Mirna? —pregunté con un hilo de voz.
«No creo que quieras ver a Mirna —dijo la voz del demonio—. Ella no hizo ninguna exclamación. Sólo hizo un sonido como cerdo ahogándose en su propia sangre mientras me miraba cara con un gesto de preocupación. Me burlé mucho antes de dejarla caer al piso con su cuerpo inerte pesado como un bulto de tierra.»
Traté de encender la luz de la sala, pero el apagador no funcionaba. Todo seguía en penumbras a excepción de una luz naranja que refulgía en la sala. Se trataba de la luz de una vela que se encontraba en el suelo alumbrando una pequeña parte de la pared del fondo, como indicándome el lugar donde mirar. Caminé despacio hasta estar a unos metros de la pared. La temperatura había descendido considerablemente. Me rodee con mis brazos para producirme un poco de calor.
Alcancé a precisar la silueta de algo que colgaba en la pared. Mi memoria me indicaba que no tenía nada en esa pared, pero mi mirada me invadía con la visión de algo que se encontraba ahí. Vislumbré varias tiras de cabellos enmarañados colgando. Era la melena de alguien. Se encontraba untada de una especie aceite.
Tomé la vela con la mano izquierda y comencé a subir muy despacio. Temblando, me percaté de los ojos estupefactos y horrorizados de Mirna, mirando hacia el suelo en una expresión de extremo temor. Mantenía la boca abierta como si un grito se hubiera quedado atorado en su garganta a la hora de morir. Le escurría sangre por ambos costados de la boca que le corría hasta la cabeza y le goteaban por el cabello.
Reprimí un grito que luchó por salir. Retrocedí y me caí al piso golpeándome cabeza con el sofá. Mi mano se embarró de sangre que estaba embarrada en el piso. Al parecer, la habían matado en el sillón, la habían arrastrado y subido a hasta el punto más alto de la pared. En ese lugar la habían clavado a la pared, detenida por los pies a una estaca que utilizábamos en los días de campo. Quien hubiera sido capaz de hacer eso, debería de tener una fuerza descomunal.
Escuché risas en el interior de mi cabeza.
«Muy divertida imagen, ¿No?»
—Nada de esto es divertido.
Me levante del suelo y avancé de espaldas para ver si había alguien más en la casa. Subí las escaleras, guiada por el débil halo de luz de la luna que se filtraba por el ventanal del pasillo. Vi las puertas de las habitaciones de mis hijos cerradas. De alguna forma eso me tranquilizó. Me dirigía la de mi hijo el mayor. Estaba emparejada.
La luz de la luna descendía hasta su cama de forma plena, alumbraba muy bien. Pero me lleve una inesperada sorpresa al ver que no se encontraba en su cama, la cual estaba en completo desorden, como su hubiera estado dormido momentos antes. La luz eléctrica estaba también inexistente en ese sector de la casa.
Cuando me decidí regresar al pasillo, alcancé a mirar de reojo unas marcas en el piso. Se trataba de arañazos que se dirigían desde la base de la cama hasta el guardarropa, en la pared contraria a la que estaba la cama.
Me apresuré a ir para allá. Con las manos temblorosas y la cara helada por el frío, abrí la puerta corrediza. Escuché murmullos en el interior. Y aunque estaba muy oscuro, se alcanzaba a ver la silueta pequeña de alguien.
La silueta comenzó a producir una especie de llanto. Reconocí la voz. Pero me sorprendió ver emerger de la oscuridad otra silueta con el torso desnudo.
Con desesperación emití un alarido de asombro y horror al ver que se trataban de mis hijos.
Desde las sombras, producían movimientos discordes, como si no tuvieran coordinación. Parecían crías de animales recién paridos. Sus movimientos eran descoordinados. Los tomé de las manos.
—Hijos. ¿Qué tienen?
Los abracé y los llevé a la luz.
Mi corazón se rompió en mil pedazos al ver las fosas oculares vacías en sus rostros extraviados. Les habían sacado los ojos. Los habían dejado ciegos. Y, para colmo, soy oídos estaban sangrando; los  habían dejado sordos. Se iban debilitando tan rápidamente, que parecían desvanecerse de un momento a otro.
«Tú lo hiciste. ¿Te sorprende ver lo que hiciste?»
La voz iba subiendo el volumen:
«Éstas atrocidades las hiciste tú.»
—Yo sería incapaz de hacer semejantes atrocidades —le dije gritando.
«Claro que sí.»
La delirante voz me desquició. Sacudí la cabeza con la intención de sacarla de mi interior. Salí corriendo y gritando improperios en dirección a la habitación de se encontraba mi esposo.
Azoté la puerta y vi que él no se encontraba en la cama. Al menos no como pensaba que estaría.
En la cama se encontraba una mancha negra hecha de cenizas. La mayor parte del colchón estaba quemado. Por lo menos la parte donde estaban las cenizas del cuerpo de mi esposo. Su cuerpo se encontraba calcinado. Sorprendentemente nada más se había quemado en la habitación más que su cuerpo. Rompí en llanto llevándome las manos a la boca.
Fui hasta el borde de la cama y no soporte ver la imagen. El cadáver de mi esposo estaba con la boca abierta, como si hubiera sufrido demasiado, con una expresión de dolor que me estrujó el corazón. Me retiré hasta la pared más cercana.
Deseé con todas mis ganas que eso fuera parte de una horrenda pesadilla. A lo que la voz contestó como si supiera de antemano lo que estaba pensando:
«No —dijo despacio—. No es ningún sueño. Es la realidad. La pura y maldita realidad. ¿Y dime dónde está el bien en todo esto? ¿Dónde colocas lo malo si no hay bien? ¿Dónde defines lo que está bien, si lo único que ves es la atrocidad con que la realidad destroza la vida? Fueron tus manos, no las mías. Era la gente que amas.»
— ¡Ya! —Solté un estridente grito—. Tú lo hiciste, seas quien seas, tú lo hiciste.
Salí de la habitación y me dirigí hacia donde se encontraban mis hijos.
«Fueron tus manos las que ahorcaron a esa mujer inocente; fueron tus manos las que hicieron sangrar los oídos de tus hijos y les sacaron los ojos; fueron tus manos las que vertieron la gasolina en el cuerpo de tu marido: No las mías.»
—Claro que no. ¡Mientes!
«Sólo mírate las manos. Están manchadas de sangre.»
Mientras iba avanzando me miré las manos, en efecto, estaban manchadas de sangre. Mi llanto se desbordó y, al tratar de enjugarme las lágrimas con las manos, lo único que conseguí fue embarrarme la sangre en la cara.  
Llegué al cuarto a tientas, comprobando que mi visión estaba nublada.
Alcancé a ver, con lo poco que me quedaba de vista, el último movimiento de vida de mis hijos, los cuales se desvanecieron quedando poco a poco sin vida.

—Yo no los maté —dijo Julia mirando hacia el piso y con lágrimas en los ojos.
El doctor Méndez mantenía una mirada perpleja. Se hizo hacia atrás como impulsado por un golpe y trató de disimular su nerviosismo.
—Esto… —dijo tartamudeando— es inverosímil, Julia. Estás contrapunteando todo lo que dijiste en tu declaración. Nadie te podría creer lo que me acabas de contar. Y todo por la forma en la que te encontró la policía.
—Ellos siempre querrán ver siempre lo opuesto.
—El hecho de querer suicidarte después de, presuntamente, asesinar a tu familia, puede suponer otra cosa muy diferente a lo que estás diciendo.
El doctor se pellizcó la nariz, justamente en medio de los ojos, como si estuviera pensando sus próximas palabras.
—Quiero ayudarte. Pero siento que aquí tendrás un lugar por mucho, mucho tiempo.
Dicho esto, giró sobre sus tobillos y se fue por el pasillo con dirección hacia la salida.
Julia se quedó mirando el vacío de la oscuridad del pasillo, para simplemente después girar levemente la cara, en dirección al doctor Méndez, y esgrimir una ligera sonrisa:
—Y estoy complacida de pasar mucho más tiempo a su lado, doctor —dijo murmurando con una voz inusual en ella.


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RELATOS DE TERROR Y SUSPENSO
Todos los derechos reservados Héctor Almanza Chávez ©

jueves, 4 de enero de 2018

Relato 15 - Declaración de un asesino en ciernes




Declaración de un asesino en ciernes


La estuve observando pasar de un lado a otro, por toda la habitación, hasta que por fin pudo controlar sus nervios y se detuvo enfrente de mí. Miré su silueta perfecta; una de las tantas causas por la que me había enamorado de ella. Ella me miraba, nerviosa. Sabía sus culpas, y no encontraba las palabras para contradecirme. En un debate sería la más perjudicada.
—Nunca fuiste detallista conmigo —se justificaba.
—Claro que lo era —dije en respuesta—. A mi modo, pero lo era. No era de flores diariamente, pero sí de acordarme de lo especial que eras —al momento en el que ella escuchó esa última palabra sus cejas se arquearon, como si el haber hablado en pasado hubiese sido en realidad haber utilizado un alfiler y habérselo encajado en el dorso de la mano—, de las fechas especiales, de ser constante como pareja. De antemano sabías que mi trabajo no es lo suficientemente condescendiente conmigo. Pero, aun y con todo esto, no me creo una mala persona, o mucho menos una mala pareja.
—Pero me sentía sola. Nunca llegabas temprano.
Terminé aceptando que eso último había sido verdad. Casi nunca estaba en casa. Me esforzaba siempre por tener más y más dinero. La comodidad era todo para mí. Siempre los mejores carros, celulares, los mejores trajes, los mejores relojes, siempre los tenía. Mi vida siempre fue un lujo que nunca me daba el lujo de vivir. Siempre pensando en más, y no en lo menos que requería un poco de atención.
Contemplé sus ojos azules llenos de culpa, demarcados por la sombría mancha de delineador escurriéndole por los costados de la cara. Su mirada se perdía con frecuencia en lo profundo de la habitación, hacia los ventanales de del fondo. Parecía examinar cada una de las luces de los otros edificios, para encontrar a alguien o algo que le dijera qué hacer.
Mi mirada opresora se ceñía en ella. Y aunque estaba sentado en mi sofá, la miraba como si estuviera parado y observándola directamente a los ojos. Su traición carnal no era lo que me acongojaba, sino la deslealtad. Siempre había estado acostumbrado a que la demás gente me tuviera lealtad infinita. Incluso que muchos, por una buena paga por sus servicios, dieran la vida por mí. «A la gente sólo hay que darle lo que quiere, siempre hay alguien dispuesto a hacer lo que tú no quieres hacer.» Bárbara había sido una persona similar en mi vida. En un principio nuestro compromiso había sido un gran negocio entre su padre y yo. El pobre hombre estaba al borde de la banca rota. Necesitaba fusionar su pobre empresa con otra y por eso no puso ningún impedimento para que su pequeña hija se casara conmigo.
Al saber de quién se trataba, al hombre se le había dibujado una gran sonrisa en el rostro, como si hubiera descubierto el más grande secreto de la humanidad.
Bárbara había sido un adorno bellísimo en mi vida. Y aunque yo no estaba enamorado del todo, de la forma común como la gente la conoce, yo veía que ella sí, y que por lo menos esa acción de deslealtad había sido más con la intensión de darme un escarmiento. Lo cual, hasta ahora, no había tenido el resultado esperado.
—Mira a tu alrededor —le dije abriendo los brazos para mostrarle el departamento que teníamos—. Todo esto y lo que atavía tu cuerpo es gracias a mis tan largas jornadas de trabajo. No tienes motivo para querer reprochar lo que tienes. Si no lo hiciera estarías hundida junto con tu padre.
—A él no lo metas, que ya está muerto.
El pobre hombre había sucumbido al cáncer. No había podido aguantar la enfermedad. Pero siempre, y hasta el último momento, su intención fue la de dejar bien protegida a su familia. Su esposa y su hija. Le terminé diciendo que no tenía de qué preocuparse y el hombre murió sin remedio.
Me puse de pie y me paré enfrente de ella.
—Sabes que fui la salvación de tu familia.
—No es así. Tú sólo has sido mi perdición; el mayor obstáculo que tengo que vencer. Tú no has dado nada bueno a mi vida.
Lo que menos toleraba era que alguien diera un vuelco a lo que dijera y que tratara de cambiar, con una frase, todo lo que había hecho. Eso tenía un efecto efervescente con mi enfado. La tomé de la mandíbula y la apreté y la halé hacia mí.
—Te he salvado a ti y a tu familia de andar por las calles pepenando y de buscarse la vida de quién sabe qué forma. Me debes lealtad, me debes la vida, me debes…
Bárbara reaccionó con fuerza, se zafó de mi mano y se hizo hacia atrás, al mismo tiempo me soltó una cachetada en el pómulo izquierdo. Me hizo retroceder. Estaba tocado. Nunca antes nadie me había golpeado la cara. El dolor lo percibía como una sensación placentera. En mi boca se afloró una sonrisa que, lo aseguro, me dio miedo a mí mismo esgrimirla. El sabor de la sangre no tenía ese sabor salado que siempre había tenido, era, más bien, algo dulce, algo que se impregnaba en mi paladar como un fino vino que saciaba, a la vez, mi olfato.
Reí meneando la cabeza.
—Es chistoso sentir el sabor de tu sangre explotando en lengua cuando nunca antes lo habías sentido. Nadie me había tocado la cara si no fuese para una caricia.
Auguro que Bárbara vio la cara que puse, porque retrocedió lentamente; sabía que iba a contraatacar. Apreté el gesto y me abalancé sobre ella. Ella retrocedió casi corriendo, sino hubiese traído tacones, sí lo hubiera hecho. Ella comenzó a tirar cosas a mi paso tratando de evitar que me acercara. Hasta teniendo miedo se veía impecable. Aun y cuando tenía corrido el maquillaje, se veía espléndida.
Extraño su mirada, lo tengo que aceptar. La extraño a toda ella.
He pensado que el sentimiento de extrañeza que tengo hacia con su perdida, ha enfatizado lo que ahora siento. Pues creo que me he convertido en una especie de psicópata.
La veo a ella en cada rostro que pierde el aliento entre mis manos. La veo a ella entre cada persona que esgrime un gesto de temor ente mi arma. Veo su sangre borbotear en el cuerpo de los demás. Siento esa delirante sensación que sentí en ese preciso momento.
Ella fue hasta la cocina, corriendo a trompicones. Tropezó hasta el suelo en un par de ocasiones.
¿Qué expresión en mi cara habrá visto Bárbara para que huyera de esa forma?
Bárbara sacó un cuchillo de un cajón de la cocina. Lo esgrimió ante mí, como si la hoja del cuchillo fuera lo suficientemente poderoso como para hacerme retroceder.
Seguí caminando.
Mis pasos no desaceleraron. La vi, desde el umbral de la puerta, temblando como si hiciera un frío descomunal. Le temblaba la mandíbula, como si ésta se le fuera a descolgar.
Sentía un gran rencor. Sentía la cara sumamente caliente, como si un carbón estuviera encendido dentro de mí.
—Aléjate de mí —decía ella amagando con el cuchillo.
Sostenía el cuchillo sabiendo que de eso dependía su vida.
Al acercarme a ella, sorpresivamente le arrojé mi brazo y la alcancé a tomar de la muñeca izquierda. En un movimiento repentino ella blandió el cuchillo en uno de mis brazos, cortando superficialmente mi piel, pero comenzó a manar sangre como si hubiera alcanzado a rozar una vena.
La miré con mayor odio y la giré hacia enfrente, posicionándome a sus espaldas y tomándola fuertemente desde atrás.
Ella pataleaba y se zambullía para tratar de liberarse. Conforme más se agitaba, yo ejercía mayor fuerza en mis brazos. Ella apretaba la quijada, como si fuese su intención comprimir sus dientes.
Gradualmente sus movimientos empezaron a cesar; les restaba fuerza a cada momento.
Podía sentir cómo sus fuerzas se iban desvaneciendo.
Confié en que se había desmayado, pues podía percibir su respiración débil y decadente. Mantuve la presión en su cuello por un poco más de tiempo, hasta que sus brazos cayeron, flácidos y sin vida.
Dejé caer su cuerpo, el cual cayó, inerte, como un costal de tierra.
Por su nariz escurría una gota de sangre. Su cabeza chocó contra el piso.
La miré complacido. Estaba completamente fuera de sí. Nunca antes había visto un cadáver tan de cerca, mucho menos haber matado a alguien. Pero la sensación que tuve al verla tirada en el piso, después de hacer frente a su traición, me hizo sentir fortalecido.
Me hice hacia atrás, abatido y cansado. Me tallé los ojos mientras abría la boca aspiraba un aire reconfortante que iba, poco a poco, destensando mis músculos. Mi espalda chocó contra el refrigerador. Pude sentir el clima frío en mi torso.
Miré el cuerpo delicado y esbelto de Bárbara. Siempre tuvo ese cuerpo estético. Nunca perdió su figura. Era, muy posiblemente, la mujer más hermosa que hubiese visto. Esos rizos que le caían como luminiscentes betas sobre los hombros.
La mujer perfecta yacía en el suelo, inmóvil.
No era mi intensión asesinarla, sino más bien que aprendiera que no se puede tener todo en esta vida. Que la vida es un constante precio que se debe pagar. Y que eso muy poca gente sabe.
Comencé a avanzar en dirección a la sala. Observaba con detenimiento un halo de luz que se filtraba por los enormes cristales del departamento.
Cuando apenas pasaba por encima del cuerpo de Bárbara, pude ver un movimiento en ella, al cual no le presté demasiada atención pues pensé que se trataba de una convulsión. Pero cuando me percaté de que no lo era, ya era demasiado tarde.
Ella nunca había soltado el cuchillo de su mano.
La hoja del cuchillo rasguño el aire con un sonido muy fino que hizo detonar mi propia sangre.
El corte rayó sobre mi pantalón y en mi pierna. El dolor fue lacerante a unos momentos después que sucediera. La adrenalina en mis venas fungió como factor para posponer el efecto del dolor, pero los músculos comenzaron a sentir todo mi peso sobre ellos, lo cual me hizo caer al suelo.
La sangre se hizo presente de inmediato, dejando un charco rojizo en el suelo.
Me quejé de dolor. Regresé, como pude, mi vista hacia a Bárbara y la observé que empuñaba el cuchillo con su mano temblante. Se comenzaba a enderezar, mientras reptaba como un reptil.
—Nunca más te vuelvas a meter conmigo o con mi familia —me amenazó fon furia.
Parecía sufrir por volver a respirar. Sus exhalaciones eran dificultosas, muy complicadas.
Ella tenía una gran ventaja sobre mí. Pero sabía que la dominación siempre resulta algo tan frágil y engañoso. Retrocedí arrastrándome, con un dolor que me laceraba los músculos. Solté varios bufidos mientras veía cómo ella se iba poniendo de pie. La expresión de su cara, desencajada y fría, me advertía peligro. Apreté los músculos de la cara e intenté levantarme. Me fue imposible. En su lugar traté de voltearme, para alejarme a gatas, pero cuando lo había conseguido solamente pude ver la hoja del cuchillo incrustárseme en el dorso de mi mano.
Un grito sumamente estridente se oyó por todo el departamento.
Un charco de sangre se fue dibujando debajo de mi mano, mientras lo contemplaba horrorizado. Quería proferir millones de improperios, pero estaba horrorizado por completo. El dolor era profundo y no sólo provenía de mi extremidad, sino también de varias partes de mi cuerpo a la vez. Me recosté en el suelo, consiguiendo que cuchillo saliera proyectado hacia un costado. Bárbara no me quitaba la mirada de encima y amenazaba con abalanzarse contra mí.
Así lo hizo, pero la recibí con mi mano sana. Su cuello quedó en mi mano y ella se zambullía como una piraña queriendo morder. Me enseñaba sus dientes y su melena le caía como un ramillete de hilos descoordinados.
Lloraba, haciendo ver su dolor.
Un ataque de adrenalina hizo que mis músculos recobraran fuerza y que desplazara el peso de Bárbara hacia un lado. Rebotó una vez en el suelo y se incorporó tan rápido que cuando la miré de nuevo ya estaba próxima a abalanzarse hacia mí.
Mi mano, en su afán de fungir como un apoyó para levantarme, palpó, por suerte, en el lugar equivocado, haciendo que encontrara el cuchillo que Bárbara había tenido momentos antes. Lo empuñé de inmediato.
Vi a Bárbara impulsarse con fuerza desmedida hacia a mí. Como acto reflejo, y en respuesta a su agresivo movimiento, lo único que pude hacer fue extender mi mano empuñando el cuchillo con el filo por delante.
La hoja del cuchillo se clavó en el costado de su cuello, a unos diez centímetro de su clavícula. Sus ojos representaron una escena complicada de estupefacción que se me ha quedado grabada en la mente como un recuerdo de la infancia.
Observé lentamente cómo su cuerpo iba perdiendo fuerza hacia el piso con cada convulsión. Su cara; una máscara mortuoria con expresión desencajada, daba sus últimos respiros antes de caer al piso, sin vida y manando sangre por el cuelo y la boca.
Tras todo este tiempo, sé que no estuvo bien lo que hice. Pero después de que conoces la sensación que se tiene cuando silencias la voz de tu cabeza que te repite a cada momento “hazlo, hazlo, ¡hazlo!”, todo se vuelve tan quieto que parece sumergirse en un mar pasivo y sin oleaje.
Ojalá alguien encuentre esta carta y me detenga.
Porque no hay asesino serial que no anhele ser atrapado.
 



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