Manos de Sangre
Habían traído nuevamente
la cena. Noche tras noche, todo siempre era lo mismo. Las mismas sombras, los
mismos rencores, los mimos remordimientos arremolinados en su cabeza. La fría
habitación blanca, monótona y aburrida de siempre. La misma penumbra nocturna
de muros pálidos y acolchonados.
El
sentirse como algo inanimado, de vez en cuando, le proporcionaba un tipo de
calma que no alcanzaba a comprender. En ocasiones esa calma le hacía sonreír.
Pero lo cierto es que ella no estaba loca. La volvieron loca al momento de
meterla a ese manicomio, al dejar en aislamiento debido al caso que atravesaba.
La habían dejado loca los sucesos de los cuales ella había sido testigo.
Para
nadie era correcto lo que hizo. Cualquiera que lo supiera, la veía con repudio,
incluso con odio.
El doctor
Méndez —el doctor que atendía su caso—, un joven de treinta y pocos años, con
mucha experiencia teórica, pero muy poca experiencia en campo, apenas era capaz
de acercarse a conversar con ella. Evidentemente le tenía miedo.
De
verdad sentía un escabroso sentimiento de repulsión hacia ella.
Julia
estaba al tanto de ello.
Por más
que intentara comunicarse, tranquilamente, con el doctor Méndez, no podía hacer
que él le pusiera atención. Bastaba con que su mirada se posara en él, para que
simplemente le tuviera miedo y quisiese irse de inmediato.
—
¿Ahora usted me traerá la cena, Doctor? —preguntó Julia al ver la cara del
doctor Méndez en la ventanilla de la puerta de su habitación.
Ella se
encontraba sentada al fondo de la habitación, abrazando sus rodillas a su
pecho.
La
habitación había adquirido una tonalidad grisácea. Lo que le daba a Julia una
apariencia aterradora a la poca luz que se filtraba en la habitación.
El
Doctor Méndez se le había quedado mirando, como si hubiera oído la voz pero
como si no le hubiera encontrado la forma a lo que le estaba hablando. Pues,
sentada como estaba y con la débil luz que hacía poco visible su cuerpo, su
aspecto parecía más el de un pedazo de tela tirado en el suelo del cual colgara
un pedazo de tela deshilachada en forma de cabellos.
Julia
alcanzó a ver que alguien se acercaba a la puerta apuntando con una linterna.
El halo
de luz le dio en la cara, y la hizo esgrimir una mueca de molestia.
—Doctor,
Doctor —dijo Julia meneando la mano derecha—, dígale a su acompañante que
aparte esa luz de mi cara si no quiere que le haga lo que le hice a mi marido.
El
acompañante, asustado por lo que había escuchado, apagó inmediatamente la
linterna sin esperar a que el Doctor Méndez se lo indicara.
—Déjenos
solos, por favor —le indicó el Doctor.
El
guardia asintió tembloroso.
El
Doctor Méndez aguardó hasta verlo doblar por el pasillo y perderse entre los
recovecos del hospital. A continuación miró al interior de la habitación por la
ventanilla. Se llevó una muy amarga sorpresa al ver que Julia no se encontraba dentro
de su campo de visión. Pegó su cara al borde de la ventanilla. Sintió el aire
frió que despedía la habitación y miró confundido el vació azulado del cual se
coloreaban las paredes. Frunció la mirada y apretó los dientes. Sentía como si
la quijada se le fuera a desviar y cuando vio, inesperadamente, la sombra del
rostro de Julia frente a él, lo único que pudo hacer fue hacerse hacia atrás y
quedarse pegado contra la pared del pasillo.
Gracias
a la muy leve iluminación del pasillo, observó, en medio de la ventanilla, el
rostro demacrado e insano de Julia.
— ¡Por
dios! —Exclamó el Doctor—, nunca vuelvas a hacer eso.
El
pecho del Doctor Méndez parecía víctima de una respiración precipitada.
—No
tiene que temerme, Doctor.
— ¿Cómo
no temerte? Después de leer todo lo que dice tu expediente que le hiciste a tu
familia.
—Pero
yo no lo hice. Se lo he dicho en repetidas ocasiones. Fue esa voz que me indica
lo que debo hacer, sino el dolor se intensifica. Lo que hay dentro de mí se
adueña de mis movimientos y lo hace a voluntad. Yo no puedo controlarlo, es
algo que no puedo explicarlo.
«Maldita
loca» pensó el Doctor.
—Eso
nadie te lo puede creer —el doctor recuperó la postura, se acomodó la corbata y
recogió su tabla de anotaciones—. De verdad quiero ayudarte. Quiero que
consigas una condena menor. Pero para eso necesito documentar una mejoría. La
cual no la he visto desde que entraste en este hospital.
— ¿Qué
mejoría quiere ver, Doctor? —Julia hizo unas muecas como si le hubiera entrado
polvo en los ojos— ¿Quiere que le diga lo que usted quiere escuchar? ¿Qué yo
maté conscientemente a mi familia?
La
mirada de Julia era profunda, parecía desnudar cualquier sentimiento del
Doctor. Por eso éste se encontraba intimidado, con miedo y con ganas de darse
un respiro.
—Le
repito. Yo estoy aquí solamente para ayudarle. Solamente busco la verdad.
—Muchos
han tratado de hallar la verdad —reprochó Julia—. Pero nadie ha podido. No hay
más verdad de la que he contado.
Méndez
sacudió la cabeza como si una peligrosa idea se hubiera adueñado de sus
pensamientos. Se quedó callado.
—No hay
más verdad. Muchas veces, las cosas son como son y no hay una explicación
lógica que nos lleve a entender lo que pasó realmente. Muchas veces es
solamente eso lo que hay.
El
Doctor guardó silencio. Pensativo, miró con la cabeza agachada a Julia.
—Quiero
entender lo que ocurre. Cuénteme, nuevamente, y con lujo de detalle, su
historia.
Julia
asintió.
Es muy difícil reaccionar
cuando sientes que algo, o alguien, te habla al oído. Desde la fecha en que
asesiné a mi familia, a unos cuantos días atrás, comencé a escuchar una voz
que, primero, me susurraba al oído cosas como: «te vas a morir» «No tienes
salida» «Verás la sangre de los tuyos pintar tu suelo». Siempre esa misma voz,
que terminaba con una risita petulante, infantil.
Me
espantaba pensar que por las noches se encontrara la dueña de la voz,
susurrándome a mis espaldas. Era bien esa posibilidad lo que producían que mis sueños
se perturbaran.
Siempre
soñaba las imágenes mutiladas de los miembros de mi familia. Y terminaba
observando mis manos, que estaban llenas de sangre. Mis sueños siempre
terminaban con un grito desgarrados, producido… por mí. Llegaba a pensar que
ese era el reflejo de mi pesar en la consciencia, del dolor que sentía al ver
lo que había hecho en mis sueños.
Supuse
que me estaba volviendo loca, que la voz necia y pueril en mi mente era el
reflejo de un trastorno psicológico. Así que visité a un médico, un terapeuta,
el cual me dijo que, de momento, no encontraba nada anormal con mi
comportamiento, y que posiblemente, al paso de los días, se desvelarían
cualquier tipo de problema que pudiera tener.
Pero me
harté y dejé de ir. No consolidaba la idea de que nadie pudiera indicarme lo
que me estaba pasando.
Fue
entonces cuando solicité la ayuda de una médium, que por lo menos me dijo qué
era lo que podía tener. Ésta médium, de nombre Mirna, era conocida de una
amiga. Fue la primera vez, en días, que me había sentido verdaderamente
entendida.
Pero lo
que me dijo, hizo que sintiera un escalofrío por todo el cuerpo.
—Usted
no tiene un trastorno mental, Señora —la mujer hablaba tranquilamente, y, a
pesar que me encontraba frente ella, no me miraba a los ojos, sino que miraba a un punto por un costado de mi cuerpo. La
mujer suspiró—. Lo que trato de decirle es que usted no está enferma —me tomó
del brazo hasta llegar a la sala y sentarnos en uno de mis sofás—. Lo que usted
sufre es el acoso de un espectro.
Yo negué
con la cabeza. No creía que fuese por esa causa. Reí nerviosamente como si
fuera una adolescente intimidada.
—No
—dije—, no creo que sea eso. Debe ser algo más.
La
mujer se me quedó viendo con una mediana sonrisa que apenas si afloraba en su
cara. Me miraba y después miraba a un costado.
— ¿Qué
ocurre? —Le pregunté— ¿Por qué desvía la mirada tan constante mente?
La
mujer se aclaró la garganta y apretó los labios. Se inclinó hacia a mí
diciendo:
—Ese
acoso del que le hago mención, es un fantasma de una niña preadolescente y
siempre la sigue a todas partes. De hecho, ahora mismo la observa detenidamente
mientras usted se dedica a mirarme y a escuchar.
No pude
evitar reírme por el nerviosismo que sentía. Mis nervios se tensaron tanto que
sentía que mi cara se enchuecaría.
La
médium, al ver mi expresión se sentó juntó a mí, pasó su brazo por los hombros.
—Tranquila
—trató de calmarme—, todo estará bien. Deje todo en mis manos.
Desubicada,
asentí.
Durante
los días siguientes recibí la visita de la médium diariamente. Pero todo a su
vez iba empeorando.
¿A qué
me refiero? Pues todo estaba fuera de lugar. Por las noches se escuchaban las
risas de de alguien murmurando como si estuviera jugando con alguien en los
corredores de la casa. A mis dos hijos les abrían las puertas de sus
habitaciones sin que nada, aparentemente, estuviera cerca.
Por las
noches, podía escuchar claramente la voz de una niña susurrándome en el oído:
«Mátalos, ellos te quieren ver muerta. No les des ese gusto.»
Por las
mañanas la confusión me hacía sentir una pesadez. Sentía los hombros castigados
como si estuviera cargando un gran peso sobre ellos. Pronto se empezaron a
hacer evidentes las ojeras en las cuencas de mis ojos. El sueño que tenía era
insoportable. En ocasiones me ganaba el sueño mirando por la ventana al ver que
mis hijos abordaban el camión de la escuela. En otras ocasiones me ganaba el
sueño viendo la televisión cuando me encontraba cocinando. En una de esas
ocasiones fue cuando Mirna me encontró tirada en el suelo de la cocina,
empuñando un cuchillo y arañando con la punta del mismo el piso y escribiendo
“Delirio, Muerte y tristeza”.
Ella
decía que me encontraba riendo delirantemente. Que me mordía los labios como
una desquiciada y que repetía constantemente con una voz grave e inusual en mí:
«Déjame continuar, falta poco.»
Cuando
desperté se encontraban a mi lado Mirna y un sacerdote que ella había llamado.
Tengo
que aceptarlo; sentí repulsión al mirar el crucifijo que colgaba del cuello del
sacerdote. Era como un escozor que quemaba mis retinas. Era como si me hubieran
acercado un cerillo encendido a los ojos.
Le pedí
que se lo quitara.
Él se
hizo para atrás como si hubiese visto algo extraño en mis ojos. Sentí gusto al
verlo pasar saliva, nervioso.
—Esto
no es ningún caso de epilepsia —comentó el cura ya cuando las cosas se habían
calmado—. Pude ver, mientras estabas recuperando la cordura, que en tus ojos se
veía la mirada de alguien más, como si alguien estuviera dentro de ti y no
fueras tú la que estuviera aquí, sino alguien más.
—
¿Usted también lo vio padre? —preguntó Mirna.
El
padre asintió.
Me les
quedé viendo entendiendo que estaban secreteándose con la mirada.
— ¿Me
quieren decir qué es lo que me ocurre? —pregunte con voz gruesa.
El
padre me miró, al parecer sin la intención de querer hacerlo.
—Es un
demonio —dijo en voz baja.
—Sí
—asintió Mirna.
El
padre se pasó nerviosamente la lengua por los labios. Se hizo hacia atrás hasta
encontrar respaldo en una silla. Se notaba frío, como si su cuerpo no se
encontrara ahí. Estaba asustado. Y, al parecer, él sabía perfectamente bien por
qué lo estaba.
De
alguna manera muy extraña, yo lo sabía también.
A menudo,
algo desde mi interior me empujaba a esgrimir una sonrisa maliciosa cuando el
cura me miraba. Era algo que le gustaba demasiado a lo que estaba dentro de mí.
Yo percibía su regocijo como un titubeante tic que se adueñaba de mi párpado
izquierdo. Algo dentro de mí se emocionaba con el temer de aquel pobre hombre
de dios.
Después
de una conversación corta acerca de qué es lo que proponían hacer, me quedé
sola con Mirna. Inexplicablemente mi sentido del oído se había agudizado y
había alcanzado a escuchar una conversación que tuvieron Mirna y el Padre para
que él hablara con algunas personas para que le dieran la oportunidad de traer
a alguien para que viera mi caso.
Se
encontraban hablando de un exorcismo. Lo oí claramente.
—
¿Quieren sacar al demonio que está dentro de mí? —le susurré a Mirna cuando
cerró la puerta después que el padre se dispusiera a marcharse.
En ese
momento el demonio de mi interior me susurró lo que le haría a ese sacerdote.
Se reía con una gracia grotesca. Después su voz cesó y me sentí más ligera,
como si algo hubiese dejado de detenerme por los brazos.
Intuyo
que en ese momento salió de mí.
—No me
dejes sola —le supliqué a Mirna—. Esto se está adueñando de mí y quiere hacerle
daño a mi familia. Me lo ha dicho riéndose, burlándose de mí. Quiero vivir.
Tomamos
la decisión que ella se quedara y mantuviéramos en secreto a mi familia el
verdadero porqué de que ella se quedara en la casa.
Le dije
a mi esposo que me sentía mal y que no quería ir al médico. Que Mirna se
encargaría de cuidarme y se quedaría unos días. Él, muy a regañadientes aceptó
sin hacer muchas preguntas.
Las
cosas se empezaron a descomponer por la noche, cuando todos estaban dormidos y
yo me levanté. Fui hacia la sala, donde descansaba Mirna, mientras la voz del
demonio me susurraba al oído lo que le había hecho al padre.
«Lo
hubieras escuchado; pidiendo clemencia. Lloraba y berreaba, pidiendo ayuda de
su dios, el cual nunca lo escucho, ni siquiera hizo un atisbo para detenerme.
Que misericordioso es, ¿no? Pero no con los que debe. Tiene mucho tiempo que no
me hace frente. Me ha dejado hacer lo que se me plazca como si hubiera
desaparecida así como así. Yo creo que ha de haber desertado de sus funciones o
ha de estar muy ocupado en otra cosa que ponerle atención a su máxima
creación.»
—Cállate
—le susurraba a cada paso—, cállate, ¡cállate!
Descendía
por la escalera. Iba a buscar a Mirna.
Todo
estaba tan oscuro que parecía estar sumergida en un barril de petróleo, pero
con el frío propio de un refrigerador enorme. Mis pies pisaban descalzos el
suelo, mismo que parecía hielo seco tratando de frenar mi descenso por la
escalera pegando mis pies a los peldaños.
—¿Mirna?
—pregunté con un hilo de voz.
«No
creo que quieras ver a Mirna —dijo la voz del demonio—. Ella no hizo ninguna
exclamación. Sólo hizo un sonido como cerdo ahogándose en su propia sangre mientras
me miraba cara con un gesto de preocupación. Me burlé mucho antes de dejarla
caer al piso con su cuerpo inerte pesado como un bulto de tierra.»
Traté
de encender la luz de la sala, pero el apagador no funcionaba. Todo seguía en
penumbras a excepción de una luz naranja que refulgía en la sala. Se trataba de
la luz de una vela que se encontraba en el suelo alumbrando una pequeña parte
de la pared del fondo, como indicándome el lugar donde mirar. Caminé despacio
hasta estar a unos metros de la pared. La temperatura había descendido
considerablemente. Me rodee con mis brazos para producirme un poco de calor.
Alcancé
a precisar la silueta de algo que colgaba en la pared. Mi memoria me indicaba
que no tenía nada en esa pared, pero mi mirada me invadía con la visión de algo
que se encontraba ahí. Vislumbré varias tiras de cabellos enmarañados colgando.
Era la melena de alguien. Se encontraba untada de una especie aceite.
Tomé la
vela con la mano izquierda y comencé a subir muy despacio. Temblando, me
percaté de los ojos estupefactos y horrorizados de Mirna, mirando hacia el
suelo en una expresión de extremo temor. Mantenía la boca abierta como si un
grito se hubiera quedado atorado en su garganta a la hora de morir. Le escurría
sangre por ambos costados de la boca que le corría hasta la cabeza y le
goteaban por el cabello.
Reprimí
un grito que luchó por salir. Retrocedí y me caí al piso golpeándome cabeza con
el sofá. Mi mano se embarró de sangre que estaba embarrada en el piso. Al
parecer, la habían matado en el sillón, la habían arrastrado y subido a hasta
el punto más alto de la pared. En ese lugar la habían clavado a la pared,
detenida por los pies a una estaca que utilizábamos en los días de campo. Quien
hubiera sido capaz de hacer eso, debería de tener una fuerza descomunal.
Escuché
risas en el interior de mi cabeza.
«Muy
divertida imagen, ¿No?»
—Nada
de esto es divertido.
Me
levante del suelo y avancé de espaldas para ver si había alguien más en la
casa. Subí las escaleras, guiada por el débil halo de luz de la luna que se
filtraba por el ventanal del pasillo. Vi las puertas de las habitaciones de mis
hijos cerradas. De alguna forma eso me tranquilizó. Me dirigía la de mi hijo el
mayor. Estaba emparejada.
La luz
de la luna descendía hasta su cama de forma plena, alumbraba muy bien. Pero me
lleve una inesperada sorpresa al ver que no se encontraba en su cama, la cual
estaba en completo desorden, como su hubiera estado dormido momentos antes. La
luz eléctrica estaba también inexistente en ese sector de la casa.
Cuando
me decidí regresar al pasillo, alcancé a mirar de reojo unas marcas en el piso.
Se trataba de arañazos que se dirigían desde la base de la cama hasta el
guardarropa, en la pared contraria a la que estaba la cama.
Me
apresuré a ir para allá. Con las manos temblorosas y la cara helada por el
frío, abrí la puerta corrediza. Escuché murmullos en el interior. Y aunque
estaba muy oscuro, se alcanzaba a ver la silueta pequeña de alguien.
La
silueta comenzó a producir una especie de llanto. Reconocí la voz. Pero me
sorprendió ver emerger de la oscuridad otra silueta con el torso desnudo.
Con
desesperación emití un alarido de asombro y horror al ver que se trataban de
mis hijos.
Desde
las sombras, producían movimientos discordes, como si no tuvieran coordinación.
Parecían crías de animales recién paridos. Sus movimientos eran descoordinados.
Los tomé de las manos.
—Hijos.
¿Qué tienen?
Los
abracé y los llevé a la luz.
Mi
corazón se rompió en mil pedazos al ver las fosas oculares vacías en sus
rostros extraviados. Les habían sacado los ojos. Los habían dejado ciegos. Y,
para colmo, soy oídos estaban sangrando; los
habían dejado sordos. Se iban debilitando tan rápidamente, que parecían
desvanecerse de un momento a otro.
«Tú lo
hiciste. ¿Te sorprende ver lo que hiciste?»
La voz
iba subiendo el volumen:
«Éstas atrocidades
las hiciste tú.»
—Yo
sería incapaz de hacer semejantes atrocidades —le dije gritando.
«Claro
que sí.»
La
delirante voz me desquició. Sacudí la cabeza con la intención de sacarla de mi
interior. Salí corriendo y gritando improperios en dirección a la habitación de
se encontraba mi esposo.
Azoté
la puerta y vi que él no se encontraba en la cama. Al menos no como pensaba que
estaría.
En la
cama se encontraba una mancha negra hecha de cenizas. La mayor parte del
colchón estaba quemado. Por lo menos la parte donde estaban las cenizas del
cuerpo de mi esposo. Su cuerpo se encontraba calcinado. Sorprendentemente nada
más se había quemado en la habitación más que su cuerpo. Rompí en llanto llevándome
las manos a la boca.
Fui
hasta el borde de la cama y no soporte ver la imagen. El cadáver de mi esposo
estaba con la boca abierta, como si hubiera sufrido demasiado, con una
expresión de dolor que me estrujó el corazón. Me retiré hasta la pared más
cercana.
Deseé
con todas mis ganas que eso fuera parte de una horrenda pesadilla. A lo que la
voz contestó como si supiera de antemano lo que estaba pensando:
«No
—dijo despacio—. No es ningún sueño. Es la realidad. La pura y maldita
realidad. ¿Y dime dónde está el bien en todo esto? ¿Dónde colocas lo malo si no
hay bien? ¿Dónde defines lo que está bien, si lo único que ves es la atrocidad
con que la realidad destroza la vida? Fueron tus manos, no las mías. Era la
gente que amas.»
— ¡Ya!
—Solté un estridente grito—. Tú lo hiciste, seas quien seas, tú lo hiciste.
Salí de
la habitación y me dirigí hacia donde se encontraban mis hijos.
«Fueron
tus manos las que ahorcaron a esa mujer inocente; fueron tus manos las que
hicieron sangrar los oídos de tus hijos y les sacaron los ojos; fueron tus
manos las que vertieron la gasolina en el cuerpo de tu marido: No las mías.»
—Claro
que no. ¡Mientes!
«Sólo
mírate las manos. Están manchadas de sangre.»
Mientras
iba avanzando me miré las manos, en efecto, estaban manchadas de sangre. Mi
llanto se desbordó y, al tratar de enjugarme las lágrimas con las manos, lo
único que conseguí fue embarrarme la sangre en la cara.
Llegué
al cuarto a tientas, comprobando que mi visión estaba nublada.
Alcancé
a ver, con lo poco que me quedaba de vista, el último movimiento de vida de mis
hijos, los cuales se desvanecieron quedando poco a poco sin vida.
—Yo no los maté —dijo Julia
mirando hacia el piso y con lágrimas en los ojos.
El
doctor Méndez mantenía una mirada perpleja. Se hizo hacia atrás como impulsado
por un golpe y trató de disimular su nerviosismo.
—Esto…
—dijo tartamudeando— es inverosímil, Julia. Estás contrapunteando todo lo que
dijiste en tu declaración. Nadie te podría creer lo que me acabas de contar. Y
todo por la forma en la que te encontró la policía.
—Ellos siempre
querrán ver siempre lo opuesto.
—El
hecho de querer suicidarte después de, presuntamente, asesinar a tu familia,
puede suponer otra cosa muy diferente a lo que estás diciendo.
El doctor
se pellizcó la nariz, justamente en medio de los ojos, como si estuviera
pensando sus próximas palabras.
—Quiero
ayudarte. Pero siento que aquí tendrás un lugar por mucho, mucho tiempo.
Dicho
esto, giró sobre sus tobillos y se fue por el pasillo con dirección hacia la
salida.
Julia
se quedó mirando el vacío de la oscuridad del pasillo, para simplemente después
girar levemente la cara, en dirección al doctor Méndez, y esgrimir una ligera
sonrisa:
—Y
estoy complacida de pasar mucho más tiempo a su lado, doctor —dijo murmurando
con una voz inusual en ella.
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