El Violinista de Mármol
Primera parte
E
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l correo tan
esperado había llegado. El director de orquesta Joaquín Arriola había abierto
su computadora portátil mientras los integrantes de su orquesta afinaban sus
instrumentos para poder empezar el ensayo de ese día. No podía evitarlo, desde
el momento en el que vio el remitente, auguró que vendrían buenas noticias en
ese mensaje. La forma de sus labios adoptó inmediatamente una sonrisa que
muchos de los jóvenes integrantes de su orquesta no pudieron ignorar. Y es que
era raro ver al director de orquesta sonreír. Le habían dado la oportunidad de
su vida escrita en ese correo.
Por
mucho tiempo había buscado presentarse en el escenario principal de Bellas
Artes. Y, por fin, en ese correo, estaba escrito que lo estaban contactando
para hacerlo. Todo el desgastante trabajo había valido la pena.
Joaquín
había experimentado un súbito desborde de emociones. Le había encontrado un
gran sabor a esa noticia y estaba tan jubiloso que podía reírse a carcajadas.
Muy pocas cosas le habían causado tanta alegría. Y es que había trabajado tanto
en ese proyecto que ahora estaba viendo reflejados sus esfuerzos. Esfuerzos que
por muchos años fueron minimizados por cualquier institución del arte. Muchos
lo conocieron como si fuera un plagiador. Lo hicieron ver como un tramposo, alguien
que no tenía autenticidad ni creatividad en sus obras. Pero gracias a que años
atrás había tenido acceso a algunos archivos que formaban parte de una
partitura de un solo de violín, que a su vez formaban parte de una sinfonía,
había obtenido la atención de algunos profesores y miembros de las altas
esferas en cuanto a la música se refería.
Un
coleccionista había llegado a él, supuestamente, y por palabras del mismo
coleccionista, porque había seguido a fondo la carrera en declive de Joaquín.
Extrañamente tenía unas razones de sobra para venderle la partitura, a lo cual,
y lógicamente, Joaquín dudó de la palabra de aquel coleccionista. El hombre
extraño le planteó un buen negocio:
«—Te
puedes quedar con la partitura —le había dicho—. Si no te convences de lo que
te digo, no me pagarás nada, en lo absoluto. Te quedarás con la partitura y
harás lo que quieras con ella. Pero si sí te convences, me pagarás la cantidad
que viene apuntada en este sobre —le extendió la mano y le dio un sobre
cerrado—. No lo habrás. Si lo haces, todo el trato se acabará y vendré por la
partitura y me la llevaré. Y eso no te convendrá mucho. Te lo aseguro.»
Sin
divisar lo que aquella partitura pudiera significar, Joaquín decidió
transcribir la partitura grabarla y registrar la obra a su nombre. El hecho de
no saber siquiera quién era el autor de la obra lo exhumaba un poco de sus
culpas. Pensaba que todo partiría de buen puerto si desapareciera por un
tiempo, con el pretexto de que se encontraba componiendo y arreglando partes de
la sinfonía. Cuando volvió a la luz pública, la proyección que le había dotado
a la sinfonía, alimentada con sonidos nuevos y llamativos, hizo que la gente
que la escuchaba sintiera una leve satisfacción.
Esta
obra comprendía solos de piano, violonchelo, guitarra y percusiones, todos
respetados en base a lo que la partitura original mostraba. Pero lo que más
destacaba, por encima de cualquier instrumento, era el solo del violín con el
cuál empezaba, mediaba y terminaba. Los sonidos de la sinfonía tenían subidones
en el ritmo que parecían fuera de tono, pero que, a la brevedad, hacía que
espectador quedara fascinado con el acomodo de todos los instrumentos
acoplándose de manera uniforme en el desenlace de la música. Por otra parte, la
sinfonía contaba con arreglos donde las percusiones eran el instrumento
principal, dejando que la gente se mantuviera ricamente en suspenso hasta que
un solo de guitarra, apenas entrante, iba adueñándose de los oídos de los
espectadores.
El
haber encontrado aquella partitura había sido el mayor acierto de su vida. Pero
le quedaba una desazón en la conciencia por las palabras del coleccionista que
le había dado la partitura.
La
partitura la llevaba consigo todo el tiempo, en un estuche tubular de madera.
Se le había impregnado la idea de que alguien, en su afán de verlo derrotado,
pudiera robársela. Se había obsesionado de sobremanera. Y ahora, que tenía el
triunfo en las manos —con la oportunidad de llevar sus obras a Bellas artes—,
la obsesión lo había llevado a un momento cumbre. Un momento en el que le
importaba más la partitura que otra cosa.
Todos
los integrantes de la orquesta se le quedaron viendo al momento de Joaquín
miraba el monitor de su laptop y sonreía como si alguien le estuviera le
estuviera contando un chiste.
Fue
Cristian, un joven prodigio del violín, y desarrollador del solo de violín de
la sinfonía, quien se acercó a Joaquín al ver que éste no acudía a empezar el
ensayo de esa noche.
—Profesor
Joaquín —dijo tratando de llamar su atención—. Lo estamos esperando. Todos han
terminado de afinar, sólo falta usted para empezar.
Joaquín
dejó un momento más la vista en la pantalla de su computadora, y, aunque lo
había escuchado perfectamente, solamente siguió sonriendo como si nada hubiera
pasado a su alrededor.
Cristian
lo miró dubitativo y miró a sus compañeros, que estaban expectantes de lo que
pasaba. Se encogió de hombros y giró, nuevamente, la vista a Joaquín, en ese
momento lo escuchó hablar:
—En
un momento iré. Comiencen.
Cristian
dio media vuelta y regresó con el grupo de músicos. Después de unos segundos,
la orquesta empezó a tocar, Joaquín se abotonó el saco y los miró desde un
costado, mirando impresionado lo que su fantasiosa mente había proyectado ante
sus ojos; creía estar enfrente de un grupo enardecido y complacido por lo que
estaba a punto de escuchar, aclamándolo.
Fue un ensayo
casi perfecto. Sólo había una parte que no le gustaba dentro del solo de
violín, pensaba que había algo que le faltaba. Posiblemente un poco más de
proyección histriónica. Algo que le diera un mayor énfasis.
Pensó
entonces en Cristian. Ese joven prodigio había sido un gran descubrimiento.
Era el más indicado, dentro de la orquesta, para interpretar aquel sólo,
simplemente que, en ocasiones, sentía que su talento iba cayendo. Era como si
se confiara de sus propias habilidades y quisiera sobresalir por encima de los
demás. Joaquín pensaba que no era necesario que lo hiciera, puesto que el solo,
bien ejecutado, sobresalía por sí mismo.
Tendría
que hacer algunos acomodos, o, mínimo, conversar sería mente con el muchacho.
Pero
eso es algo que no tendría por qué atormentarle ahora.
Al
llegar a su departamento, sintió el frío que entraba por la ventana de la sala.
No recordaba haberla dejado abierta, pero tampoco recordaba haberla cerrado.
Prefirió pensar que se le había olvidado cerrarla. Encendió todas las luces y
pasó a su bar. Sacó una copa y sirvió un poco de vino tinto en ella. Disfrutó
la sensación al caerle en la lengua. Por un momento, contempló la etiqueta,
«Concha y Toro» rezaba. El control de su estéreo estaba a tan sólo unos palmos
de su mano derecha. Con desdén, oprimió el botón que encendía el estéreo. La
pista que sonó fue “la despedida” de Fito Páez. Siempre referenciaba que tenía
gustos que, como orquestador, no debía tener, pero que siempre fueron válidos
para forjar su formación como músico. A medida que la poesía y la cadencia de
la melodía avanzaban, sintió cómo nuevamente la soledad lo abrazaba con sus
garras de añoranza y melancolía. Para la mitad de la canción ya se había
servido más de tres copas, e iba por la cuarta. Cuando terminó la canción
fueron cinco en total las copas que había tomado.
Después
de eso se sintió levemente mareado. Se rió solo y se miró en el espejo de que
le quedaba enfrente. Se rió de su aspecto y pensó que nada de lo que estaba
ocurriendo le pertenecía a él, que todo era de alguien que ni siquiera se
enteraría de la gran sinfonía que había hecho. Y que ese premio sólo se lo
había ganado debido a su gran paciencia, a buscar lo que a él le satisfacía.
Pero tuvo que reconocer que su creatividad, por lo menos ante él mismo, había
quedado por los suelos. Se sentía abatido por el déficit de creatividad que
siempre tuvo. Se sintió tan avergonzado que se echó a llorar como un estudiante
que ha reprobado el examen y que sabe que al llegar a casa recibirá el mayor de
los castigos.
Se
trató de levantar del banco en el que había tomado asiento y sintió un súbito
desvanecimiento, el cual lo llevó hasta el suelo. Se quedó tumbado ahí
sintiendo cómo el vino que había caído al suelo, junto con él, le mojaba la
cara. Se sintió cansado. Débil. Pensó que lo que sería mejor para él sería
quedarse ahí dormido y no despertar. Sumirse en un profundo sueño y jamás
regresar. Pero, de inmediato, se dijo que tenía que vivir, tenía muchas cosas
que pagar. La idea de mala hierba nunca muere, le agradó de sobremanera.
Terminó por fastidiarse. Se levantó del suelo y, a trompicones, se dirigió a su
habitación. Era el departamento más lujoso que pudo haber conseguido. Había
hecho mucho dinero en sus constantes presentaciones. «Y todo gracias a esa
maldita sinfonía» se dijo riendo.
Entró
a su habitación y se echó a reír como un loco. Se acercó a su buró y abrió el
cajón. Sacó del interior el sobre que le había dado aquel coleccionista que le
había dado la partitura. Pensó que era un cínico. Tuvo tentación de abrirlo.
«Al diablo» se dijo, pensando en que nada de lo que dijo ese sujeto podría
pasar, ahora estaba a punto de conseguir su tan anhelado deseo. Poco a poco se le fue apagando la sonrisa a
medida que el sueño le iba venciendo. Terminó tumbándose en la alfombra. No le
incomodó estar recargado en la pared. Lentamente, su cuerpo comenzó a
deslizarse hacia un costado, a medida que en menos de un minuto ya encontraba,
prácticamente, recostado en el suelo.
Cuando
estaba completamente perdido en su sueño, no sintió las manos que lo tomaban
por la nuca y por la parte posterior de las rodillas y lo elevaba a su cama.
En
medio de su sueño, reconoció la dulce
tonada con la que empezaba su tan idolatrada sinfonía. Terminó durmiendo con
una sonrisa en el rostro.
«—¿Sabes que lo
que te hace famoso no es tuyo?» sonó una voz impetuosa, como si se estuviera
riendo de él.
Esa
voz lo sobresaltó tanto que lo despertó. Se levantó de golpe y por poco cae de
la cama. Tenía la sensación en los poros de que alguien le había hablado al
oído, cerca de la nuca. Se levantó desconcertado, con la mirada plasmada en un
punto imaginario, como si divisara, de pronto, a la persona que le había
hablado segundos antes. Estaba sudando frío, recargado contra la pared y
pensando qué hacer a continuación. Tragó saliva y al sentirse un poco más
tranquilo retomó lugar en su cama. Sus sábanas estaban calientes. Se tumbó en
la cama pensando que lo único que necesitaba era dormir un poco más,
desaprisionarse de todo lo que le había pasado en los últimos años. Entonces,
reparó en que no tenía imágenes guardadas en su memoria de que se hubiera
acostado en su cama. Tenía el vago recuerdo de que se había tumbado en el
suelo, pero no más. Pensó que en cuanto terminara con su presentación en Bellas
Artes, lo primero que haría era tomar unas extensas vacaciones. Le urgía
aislarse de la multitud y quedarse él mismo en un lugar apartado, donde nadie
lo conociera; donde no hubiera nadie quien lo molestara.
Poco
tiempo después se levantó de su cama. Caminó hacia la sala prestando atención a
todo el alboroto que había dejado su precoz merluza. Se frotó la frente
pensando en lo mal que estaba. Que debía dominar mejor sus pensamientos, sus
impulsos. Que no era bueno que alguien lo pudiera observar así. Le hablaría a
la mujer que le hacía el aseo en la casa para que fuera a limpiar todo ese
desorden. Regresó sus pasos y fue hacia otra de las habitaciones del
departamento. Una habitación que había adaptado como un estudio de ensayo. Era
la habitación que había predestinado a ser su cuarto para estar solo. Para
pensar. Para poder poner en orden todas sus ideas. Dentro tenía una gran colección
de instrumentos de cuerdas: guitarras, violines, violoncelos. Sus favoritos.
Después seguían los instrumentos de viento. Y, aunque sabía utilizarlos, no
tenía un lugar para ellos en su hogar. Caminó hacia el centro de la habitación.
Miró los estuches de sus instrumentos. Dentro
de sus más valiosas pertenencias se encontraba un violín Stradivarius, que era la
única herencia que conservaba de su padre. Lo había conseguido en una subasta
en Francia durante una gira que había realizado en sus tiempos como músico de
orquesta. Era una gran suerte que lo hubiera conocido debido a que, en todo el
mundo, se tenía el conocimiento de seiscientos de los mil doscientos violines
que había elaborado Antonio Stradivari. Lo descolgó de la pared y lo llevó a la
mesa de centro. Abrió los broches y contempló la fina madera en tono ámbar.
Sonrió al ver la solidez y la finura de aquella pieza. Sería ese violín el que
utilizaría Christian en Bellas Artes. Ya lo había decidido. No necesitaba
hacerle propuestas al joven músico, puesto que gracias a Joaquín el muchacho se
encontraba donde se encontraba. Sería una gran decoración que un Stradivarius
tocase esa gran melodía en un día tan especial. Comenzó a deslizar los dedos
por el violín, sintiendo cada parte de esa pieza tan perfecto.
Un
delicado relieve le hizo arquear las cejas en la parte trasera del violín
mientras lo veía con detenimiento. Lo giró y se sorprendió al ver unos rasguños
en el dorso del instrumento. Dos líneas curveadas, muy finas, que iban en forma
paralela, en vertical por el cuerpo del violín, le hicieron sentir un profundo
enojo.
Curiosamente,
Joaquín no reparó en que aquellos rasguños definían, extrañamente, la silueta
de dos números tres: «33».
Por la tarde, se
dirigió a la comida con los representantes del Instituto Nacional de Bellas
Artes, en compañía de Andrés, su representante y amigo por más de diecisiete
años. Prácticamente desde que comenzó a dedicarse a la música. Ninguna otra
persona se había hecho de su confianza.
La
comida había sido demasiado cansada. Un momento en donde los representantes de
INBA aprovecharon para cuestionarle muchos aspectos y que si el instituto había
decidido llamarle es debido al gran auge que había tenido la última sinfonía
que había compuesto. A lo cual Joaquín no tomó mucha importancia, pues, al
parecer, viendo el interés de los representantes del INBA, la propuesta era
irrevocable.
Plantearon
la fecha oficial del evento y la fecha en que serían los ensayos, mismos que
constarían de tres sesiones y serían por la noche. La fecha del evento sería
dentro de un mes. Tiempo en el cual tendrían que estar frecuentemente en
contacto para afinar detalles de todo lo que se pueda presentar.
Esa
misma noche habló con todos los sesenta integrantes de su orquesta.
—Nos
presentaremos en uno de los más imponentes escenarios del país —dijo estando al
frente de todos.
Se
escucharon murmullos por todo el salón.
Joaquín
los miró disimulando una sonrisa.
—¡Señores,
nos presentaremos en Bellas Artes!
La
gente se escandalizó de inmediato. Una ola de gritos jubilosos se adueñó de
todo el espacio y los aplausos no se hicieron esperar.
El
primero que se aproximó fue Christian. Corrió y le dio una palmada en los
hombros.
—¿De
verdad estaremos en Bellas Artes? —preguntó
el joven con una sonrisa en la cara.
Joaquín
se le quedó viendo tratando de ocultar su alegría.
—Si
te dijera que no, sería mentira —contestó Joaquín confirmando lo que el chico
había escuchado previamente.
Joaquín
lo tomó por el hombro y lo conminó a caminar con él.
—Christian
—sorbió una gran bocanada de aire—. Todo esto puede ser el inicio de un
comienzo de algo más grande. Puede que tengamos delante de nosotros la puerta
para presentarnos en lugares fuera del país. En lugares donde soñamos alguna
vez soñamos presentarnos —dejó que sus palabras tomaran forma en la mente de
Christian—. Pero si algo sale mal… es posible que sea nuestra propia tumba. Por
muchos años he trabajado en todo este proyecto. He trabajado día noche para que
ésta sinfonía logre tener el matiz que hoy tiene. Y no digo que no pueda sonar
inclusive mejor, pero tenemos un nivel que siempre quise alcanzar. ¿Y sabes?
Necesito mucho de ti. Mucho empeño. Mucha dedicación. Tú eres una parte muy
importante de todo esto. Así que necesito, si los demás están dando el cien por
ciento, tú des el doble.
El
joven solamente asintió sin reflejar el ímpetu que ahora poseía. Simplemente se
quedó con las ganas de externar lo que sentía y decirle a su mentor que todo
estaría bien, que podía dejar todo en sus manos.
Joaquín
supo entonces que ese tipo de alicientes debía tener con todos los integrantes
de su orquesta. Y en el tiempo que restaba para el gran día hablaría con todos
y cada uno de los integrantes de su agrupación.
Por fin se
llegaron los días de ensayo en el interior de Bellas Artes. Un inmenso júbilo abrazó
a todos los integrantes al ir entrando por la gran puerta de la entrada
principal. Joaquín había considerado que era bueno que no hubiera
interrupciones y que el ensayar de noche sería una buena alternativa. Todos se
abrían paso platicando de lo colosal que era eso. Fueron caminando despacio por
donde los representantes del instituto los guiaban.
Todos
apreciaban el arte en interior, boquiabiertos. Verlo de día no era ni la mitad
de sorprendente que es en realidad de noche. Los integrantes de la sinfónica
iban respirando el ambiente del porfiriato que aún se respira dentro. Esa
elegante edificación adornada con obras de Rivera, Siqueiros y Orozco,
simplemente les brindaba una soberbia bienvenida de una forma silenciosa, pero
no menos impactante y placentera.
—Ya
tendrán tiempo para admirar, a detalle, todo el edificio —los apuró uno de los
representantes del instituto.
Joaquín
avanzaba silencioso. Sumido en sus pensamientos. No necesitaba ver nuevamente
todo lo que ya, de por sí, se sabía de memoria. Había asistido en diversas
ocasiones a aquel recinto como espectador. Ahora tenía que disfrutar el momento
como el foco de atención de todo el evento.
Se
dirigieron a la parte trasera del escenario. Ahí dejaron sus instrumentos y se
despidieron los representantes del INBA.
—¿Nos
quedaremos solos aquí? —preguntó despreocupado Joaquín.
—Sólo
será un momento —replicó uno.
—Pronto
conocerán a don Rafael —dijo el otro—. Es un empleado del inmueble. Lleva
muchos años teniendo el turno de la noche, cuidando el palacio. Él les guiará
en las noches que duren los ensayos.
Joaquín
asintió con desdén mientras contemplaba los palcos y los asientos.
Se
imaginó a la gente aplaudiendo, de pie, con una gran sonrisa en los labios. Unas
grandes sonrisas que pronto transmutaron en unas máscaras depravadamente
burlonas, que lo miraban señalándolo y gritándole «¡ladrón!» mientras seguían
aplaudiendo como si en su reclamo valiera la pena el reconocimiento. Parpadeó
muy rápidamente los ojos para quitarse esa imagen de su cabeza. Últimamente
había tenido complicaciones con ese tipo de imágenes en la cabeza. Por ello
mismo se había auto medicado unos tranquilizantes. Pero habían tenido muy poco
éxito.
—
¡Muy bien! —levantó la voz Joaquín dejando de prestar atención a su malestar y
apremiar a los representantes del INBA a que se fueran—Hay que darnos prisa.
Quiero un ensayo sin errores. Afinen instrumentos. Avísenme cuando estén
listos.
Descendió
hacia las butacas mientras Andrés hablaba con los representantes del Instituto.
Notó
que uno de ellos lo miraba mientras el otro seguía hablando con Andrés. Joaquín
lo ignoró. Fue a tomar asiento y tomar notas de lo que tenía que hacer para que
todo saliera bien ese día. Desde ahí tenía una vista periférica de todo el
escenario y podía discernir todo lo que le hacía falta. Se imaginó la
iluminación y todo el contorno del escenario. Pensó que la acústica tendría que
tener unos efectos brillantes, nada de distorsiones, todo al natural, con
matices que sólo sobresalieran en los momentos precisos. De pronto comenzó a
sonar el violín de Christian. Fue el primero en comenzar con sus movimientos en
el violín. El sonido se escuchaba distante, pero nítido. Completo. No alcanzaba
a distraer a Joaquín de sus pensamientos. Escuchaba las voces de los demás
integrantes, como leves voces que no decían nada entre sí, pero que tenían un
sonido que iba acompañado de un eco relajante.
Sintió
ganas de cerrar sus ojos. Lo hizo.
Se
relajó y trató de que se quedara solamente el sonido nítido del violín en sus
oídos, como si se tratara del tono hipnotizante de “La flauta mágica” de
Mozart. Se perdió un momento en sus pensamientos, hasta que un sonido discorde
ensombreció los movimientos de Christian. Se había equivocado. Había colocado
mal una nota y eso había hecho que todo lo que hizo en ese momento se
convirtiera en un patético solo.
Abrió
los ojos con un gesto de insatisfacción que lo llevó hasta que empezó a hablar.
Joaquín
volteó a ver de quién se trataba.
Era
un hombre anciano, completamente canoso y con uniforme de intendente.
Joaquín
lo miró enfadado.
—¿Quién
ese tipo? —dijo para sí mismo mientras caminaba hacia el escenario.
Apoyó
su mano en el escenario y subió de un brinco.
Joaquín
se acercó a Christian.
—Debes
de ser más cuidadoso con lo que haces…—comenzó a decir. Fue interrumpido por el
mismo hombre que estaba aplaudiendo, sólo que ahora gritaba:
—¡Bravo!
Joaquín
se detuvo ante ese estruendoso vitoreo. Lo miró con un gesto fruncido y aguardó
a que se callara.
—¿Alguien
me puede hacer el favor de callar a éste sujeto?
El
hombre le sonrió en respuesta.
—¿Quién
es usted y por qué está irrumpiendo en nuestro ensayo?
El
anciano sacudió la cabeza.
—Vaya
carácter —le dijo en voz tranquila a Joaquín—. No debería tratar así a su
audiencia. Y menos a alguien que ha vivido más que usted.
Joaquín
bufó.
—¿Quién
es usted, señor?—repitió con una voz más calmada.
—Así
sí nos podemos entender—replicó el anciano. Avanzó hacia las escaleras—.
Digamos que soy la persona que conoce mejor este recinto. Lo he visto desde sus
cimientos, ver cómo lo erigían y cómo ha pasado el tiempo por sus columnas y
sus interiores.
—Muy
bien —dijo Joaquín con cierto desdén— Pero, su nombre, ¿Cuál es?
—Soy
Rafael Galicia.
—Muy
bien, señor Rafael. Y ¿a qué debemos su cordial visita a nuestro ensayo?
—Aquí
trabajo, señor —afirmo el anciano—. Antes de que alguien observe una obra o
escuche una música que se presentará aquí, es mi deber escucharla y darle un
visto bueno.
Joaquín
soltó una leve risa.
—¿Usted
me va a evaluar? —dijo en un tono que raya a reto.
—No
—contestó Rafael Galicia—. Simplemente seré su primer espectador.
Joaquín
no tuvo más remedio que dejar la conversación ríspida que comenzaba a tener de
su parte y se dio vuelta para mirar de frente a su grupo de músicos.
—Muy
bien —en su tono de voz se alcanzaba a percibir todavía un hilo de ira—. Quiero
escucharlos. Está próximo a llegar el día y no quiero errores. Ni uno sólo
—comenzó a caminar de un lado a otro, en su tercera vuelta le puso la mano en
la espalda a Christian—. Principalmente de ti. Quiero que te los ganes a todos.
Que demuestres lo que sabes hacer para que les dotes de una mayor confianza a
los demás.
El
joven asintió.
—Y
lo que menos necesito son errores como los que tuviste hace un momento. Mira
que ese tipo de errores te pueden costar muy caro.
El
anciano se había acercado al escenario.
—Creo
que no debería tratar al muchacho de esa manera —dijo el anciano.
Joaquín
lo miró furioso.
—Bueno.
Qué insolencia de usted.
—Creo
que usted debería tomar clases de modales y de cómo tratar a la gente —le dijo
Rafael de forma tranquila—. Si yo tuviera un hijo no lo llevaría con usted para
aprendiera a tocar música —se dio media vuelta, con la intención de retirarse,
y comenzó a ascender los escalones hacia las butacas—. De hecho sería usted la
última a la cual recomendaría a una persona.
Joaquín
sonrió con amargura. Iba a contestarle a Rafael, pero en el momento en que
comenzó a articular palabra alguna en su garganta, un sonido desde uno de los
palcos apagó todo sonido que pudiese haber ser producido.
Joaquín
vio a todo a su alrededor. Todos los que supuestamente estaban desde el inicio,
estaban a la vista. Los de la orquesta permanecían a sus espaldas, los dos
hombres representantes del INBA se encontraban con Andrés con cara perplejidad,
y mirando en el mismo sentido que todos. Todas habían escuchado el sonido de
una butaca al levantarse alguien. Sólo que el sonido no había provenido del
conjunto de butacas, al pie del escenario, sino que provenía del arriba, de
alguno de los palcos.
—¿Qué
ha sido eso? —dijeron algunos de los integrantes de la orquesta al unísono.
Rafael
Galicia seguía ascendiendo los escalones en dirección contraria de donde se
encontraba Joaquín.
—¿Qué
ha dicho? —preguntó, dubitativo, Joaquín.
—Es sólo alguien que lo
quiere conocer —contestó Rafael y se retiró por una de las puertas de salida.
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