La
sonrisa del gato
Soy
nuevo en la ciudad. Mi nombre es Mauro Ortega. Soy del estado de Michoacán y he
venido a la ciudad a vivir por un tiempo, mientras termino mis estudios de
ingeniería en el Politécnico. Debido a la situación económica de mis padres, me
he visto en la necesidad de trabajar y pagar mis gastos personales, así como
mis gastos estudiantiles por mi cuenta, si es que quiero continuar estudiando y
terminar.
Al llegar a la ciudad me he topado con
que no es como yo me la imaginaba. Es un lugar precipitado, con muy pocos momentos
de calma y mucho estrés por doquier.
No soy del tipo de persona sociable que
encaje en esta ciudad. Soy, más bien, del tipo de persona que es sumamente
celosa de su soledad. No me gusta ir a fiestas debido a que me aturden las
luces y el alcohol. Para tranquilizarme y pasar el rato, platico conmigo mismo;
una costumbre que tengo desde niño. Conforme he crecido he hecho esto a menudo
y cada vez que me siento solo y necesito razonar acerca de un problema o algo
que me aqueje. La gente que llega a tener contacto conmigo en esos momentos tiende
a reaccionar mirándome extrañados y como si estuvieran viendo a un loco. Pero
para mí es algo completamente normal y algo con lo que he vivido toda mi vida.
Cuando niño, mis hermanos me rechazaban
por lo extraño que les resultaba ver mi comportamiento. Pues parecía jugar con
alguien, platicar abiertamente con alguien que nadie más veía más que yo.
Mi madre decía que tenía amistades no
existentes. Que ella sólo me veía salir corriendo como si estuviera
persiguiendo a alguien, dirigiéndome hacia los sembradíos. Muchas de esas
amistades ficticias tenían nombre, según lo recordado por mis padres. «Nombres
muy raros», precisaban ellos.
En aquellos tiempos, y por la condición
económica de mi familia, mi comportamiento fue ignorado lo más que se pudo. Los
niños de las casas aledañas no jugaban conmigo porque afirmaban que estaba
loco. Las madres de esos niños me miraban con cierta lástima y desdén, a menudo iban por ellos si alguno de ellos se
encontraba cerca de mí, y tiraban de sus brazos como si quisieran
arrancárselos. Todo ese repudio se fue tornando en todas las etapas de mi vida.
Hasta que decidí olvidarme de esas malas compañías.
Yo los dejé, pero ellos nunca
consiguieron desistir de mí.
Por las noches, escuchando sus voces; ya
no son voces de niños. Son voces que han evolucionado con el tiempo, igual que
la mía. Pareciera como si ellos también hubiesen crecido a la par de mí.
Ahora sonaban como voces despechadas,
afligidas por mi omisión hacia ellos. Todos los años iba notando las
diferencias en sus voces a la vez que yo iba creciendo. Me demostraban que
ellos tenían la razón. Predecían sucesos fatales. Y, cada vez que lo hacían, lo
hacían al unísono, como si no les bastase suficiente martirio hacerme escuchar
una voz en mi cabeza prediciendo algo que ocurriría cerca de mí.
Por eso, algunas ocasiones converso con
ellos, y digo que hablo conmigo mismo. Porque es la única forma de acallar las
voces.
Haciendo esto, todo ha cambiado de alguna
forma. Las voces se han ido tranquilizando, aunque todavía persisten pequeños
susurros por la noche.
Desde hace algunas noches, cuando me
encuentro esperando a que el sueño se apodere de mí, siempre irrumpe una voz
diciéndome «Observa quién te ve desde la ventana» con una voz clara y con eco que
retumba en mi cabeza como si fueran pasos pesados en un lúgubre túnel.
La mezcla de ansiedad y miedo, me hacen
voltear hacia la ventana, donde se encuentra un gato pardo que me ve
detenidamente como si se burlase de mí. El primer día que ocurrió esto, pensé
que se trataba de un gato común y corriente. No fue hasta por la madrugada
siguiente, cuando me levantaba para irme al trabajo, cuando lo vi nuevamente
parado en el tejado de la casa contigua y mirándome detenidamente. Por la noche
había terminado por ceder ante el sueño. Me había girado hacia la pared
ignorando la presencia de aquel animal, que se lamia las patas como si
estuviera limpiando sus garras, como preparándolas para algo.
Lo extraño había sido por la madrugada:
el gato seguía en la ventana, como si no se hubiese movido de ese lugar. Cuando
me di cuenta de esto, el gato, con mucho desdén, avanzó por el tejado como si
simulara haberme ignorado. Dio un salto hacia abajo, en el borde del tejado, y
se perdió en la espesa oscuridad de la madrugada.
Comencé a frotarme los brazos con las
palmas de las manos, porque había sentido un frio repentino que hizo que la
piel se me erizara. Fui al armario y saqué una chamarra. Vi la hora y me
apresuré a bañarme. El agua estaba gélida, y la sensación que tuve al contacto
con el agua fue como si pasaran un cubo de hielo por mi espalda. Traté de que
mi aseo fuera lo más rápido posible, pues tenía que estar en la estación del
metro más cercana a las cuatro con diez de la mañana si quería llegar a tiempo
a mi trabajo.
Salí de la habitación sintiendo el golpe
de frío que azotaba contra mi cara. Comencé a descender por la escalera de
caracol. Todo estaba en un sepulcral silencio, que combinado con la oscuridad,
me hacía sentir como si algo, que no fuera el aire, lamiera mi cara con
desesperación.
Sacudí la cabeza para quitarme la
extraña sensación. Me cerré la chamarra y me puse el gorro en la cabeza mientras
iba abriendo la puerta principal de la casa donde rentaba.
Las farolas bañaban con una luz
amarillenta la calle. Una que otra parpadeaba como anunciando que tarde o
temprano dejaría de funcionar. Esa claridad rellana se extendía hacia un punto enfrente
de mí, donde se perdía toda claridad y la oscuridad se fundía con el pavimento.
A ese lugar era hacia donde me tenía que
dirigir. No había de otra. Era sí o sí.
Comencé a caminar por en medio de la
calle, la cual estaba evidentemente desprovista de autos en movimiento. Los
coches se encontraban parqueados a un costado de la calle. Las fachadas de las
casas solamente eran unas manchas cuadradas y discordes que habitaban ocultas
en la oscuridad. Decidí ponerme los audífonos y reproducir música desde mi
celular para sosegar la sensación de ser observado.
Sentía alguien observándome a mis
espaldas. Sentía algo cerca que no podía definir. Pensé que era temor. Era algo
inquietante. Aún y con la distracción de la música en los oídos no conseguía
quitarme aquella rara sensación.
Giré varias veces la cabeza esperando
ver a alguien escondido entre las sombras. Pero, afortunadamente o
desafortunadamente, no sé si haya sido bueno, no vi a nadie. Me detuve a
escudriñar el camino que había dejado atrás, sólo para ver una sombra pequeña
caminando en cuatro patas, aproximadamente a unos veinte metros de donde me
encontraba.
Lo vi caminar tranquilamente, con sus
patas delicadamente tocando el piso. Reconocí que era el mismo gato de la
ventana. El mismo que me estaba abrumando por las noches.
Los maldije. Pensé en agacharme y
fintarlo, como si hubiese tomado una piedra del suelo y tuviera la intensión de
aventársela.
El gato ni se inmutó.
En su lugar, el gato se dirigió a su
derecha, subiéndose a la banqueta y quedándose quieto. Miraba hacia enfrente.
Pero no era a mí a quien miraba. Se trataba de un punto a mis espaldas. Sentí
una breve ventisca que se estrellaba en mi cara, como si alguien hubiese pasado
a un costado. Giré lentamente esperando ver sólo el resto de la calle.
Pero lo que vi me hizo retroceder.
En ningún momento había visto al así. Me
quedé estupefacto por varios segundos.
Decenas de gatos, posicionados en
distintos lugares de la calle, me observaban con sus ojos luminiscentes y
retadores a unos cuantos metros de donde me encontraba. Parecían réplicas
exactas del mismo gato que me acosaba. Todos eran pardos. Lo único que se
alcanzaba a distinguir eran sus siluetas y sus ojos, que resaltaban como pequeñas
llamas amarillentas bailando de un lado al otro como si las estuviera agitando
el aire.
Eché mi cuerpo hacia atrás. Mis piernas
no me siguieron y terminé por caer de espaldas. Me incorporé rápidamente,
espantado y sin perderle la vista a los gatos. Todos me observaban expectantes
de cualquier movimiento.
A la brevedad, uno de los gatos comenzó
a maullar con un sonido lastimero. De repente, y como si la indicación del
primer gato hubiera sido que todos le siguieran, todos comenzaron a maullar al
unísono. Parecía como si toda la manada de gatos se encontrara en una orgía
embramada.
Inconscientemente comencé a temblar. Mi
párpado derecho comenzó a ser poseído por un tic que pronto se comenzó a
extender por toda mi cara.
Noté la pasividad con la que los gatos
me observaban; quietos. Parecían absortos en algo más que no fuera yo, pero con
la mirada fija en mí. Al ver esto, sentí un ápice de valor. Comencé a avanzar
sin quitarle la mirada de encima a los felinos más cercanos. Ellos comenzaron a
girar sus cabezas al unísono. Hasta que a uno se le ocurrió ronronear. Lo que
sucedió a continuación fue tan impresionante que lo único que pude hacer fue
acelerar el paso; los gatos, conforme iba avanzando, maullaban, y, cada vez que
daba un paso, se iban inmaterializando, quedándose sólo en una sombra que,
momentos después, se desvanecían como si fueran de humo. El color oscuro de los
gatos se fue difuminando, cual polvo en el viento. Los restos que quedaron
esparcidos en el pavimento parecían cenizas regadas de algún árbol
consumiéndose. Tan pronto volví en sí, y ya sin ningún gato al alrededor, una
suave brisa hizo que las cenizas volaran como la arena.
Me quedé a solas, en medio de la
oscuridad, con el corazón bombeando como el de un colibrí atrapado.
Tuve ganas de echarme a reír debido al
nerviosismo que me dio haber presenciado eso. Por un momento pensé, para
consolarme, que todavía estaba sumido en un sueño y que no había salido de mi
habitación, que todavía estaba dormido. Pero sólo había sido autocompasión. El
frío me azotó en la cara con la realidad. Desconcertado, sacudí la cabeza
enfocándome de nuevo en el camino.
Tenía un fuerte sabor amargo en la boca.
Sentía la lengua como si la tuviera escaldada.
Todo el trayecto que me faltaba por
caminar me fue abrazando un frío que me entumía los huesos. Veía el vaho
saliendo de mi boca como si estuviera fumando a fuertes bocanadas. Mi corazón
retumbaba encerrado en mi pecho como si hubiera visto al mismo diablo.
Al llegar a mi trabajo, me mantuve
alejado de mis dos compañeros que compartían el turno conmigo y que querían
hacer bromas como cotidianamente lo hacían. Mi poco humor hizo que varias veces
los volteara a ver de forma despectiva, evitando sus mofas y alejándome de ese
sitio.
Trabajaba en una tienda de autoservicio
de veinticuatro horas. Ocupaba el turno de la mañana, siendo un caso especial
debido a mis estudios, pues a los demás empleados los hacían turnarse en los
horarios.
Uno de mis compañeros se me acercó,
tentado por la curiosidad acerca de mi extraño comportamiento.
―¿Qué te ocurre? ―dijo
en un tono apenas perceptible― ¿Te hemos hecho algo?
Yo meneé la cabeza negando.
―¿Entonces? Has estado muy raro. Digo,
nunca eres de los que bromean, pero por lo menos nos hablas.
―Nada – dije en un hilo
de voz―.
Tuve una mala noche. Sólo
es eso.
―Pues no creo que sea
solamente eso ―dijo mi compañero.
―¿Por qué lo dices?
―Por esa mancha oscura
que te escurre por la nuca ―se fue acercando―.
Parece sangre, pero es muy oscura para serlo.
Me tomó del hombro con la intensión de
asomarse a ver más de cerca. Yo me intenté hacer a un lado, pero sentí, de
inmediato, todo su peso en mis hombros.
―Aquí ―señaló un punto cerca de mi
nuca.
De inmediato sentí un dolor punzante,
pero soportable de cierta manera. Me quejé amargamente y empujé a mi compañero
creyendo que él me había hecho algo.
― ¡Déjame! ¿Qué me
hiciste? ―pregunté sin quitarme la mano
de la nuca.
―Yo no te hice nada ―respondió―.
Es lo que tienes escurriendo por la nuca.
Él extendió la mano para intentar
tocarme nuevamente, a lo cual yo le respondí poniéndole un manotazo en el
brazo.
Me observó molesto. Por un momento pensé
que se me iría encima, pero se contuvo, quizá porque estábamos en el trabajo y,
casi a mis espaldas, se encontraba una cámara de seguridad. Amagó y me señaló
con el dedo aparentemente molesto. No dijo nada, se dio media vuelta y se fue.
Parecía haberme enviado una amenaza.
No le tomé mucha importancia y me fui
directamente al baño. Ahí tome mi celular y lo situé detrás de mi cabeza con la
cámara activada. Abrí lo más que pude mis cabellos que obstruían esa zona y
tomé un fotografía. Observé la imagen, pero no alcanzaba a distinguir qué era
lo que me dolía de tal manera. Seguí tomando, fotos tratando de ver qué era lo
que tenía. Pero sólo conseguía ver la mancha de la que me hablaba mi compañero.
Me puse la capucha de la sudadera que
traía y fui hasta la caja de cobro. Sin que me vieran mis otros compañeros,
tomé un rastrillo del aparador. El dolor en la nuca se iba incrementando.
Comenzaba a ser insoportable. Me di prisa y me dirigí nuevamente al baño ya
casi corriendo. Al sentir la soledad en el baño bufé de dolor y comencé a
rascarme alrededor de la zona que me dolía. Noté que había una hendidura que
demarcaba una figura en mi cuero cabelludo. Pude sentir que dicha figura estaba
desprovista de todo cabello, como si el cabello hubiera desaparecido así como
así.
Tomé unas tijeras que estaban en la
gaveta, detrás del espejo, y comencé a cortar el cabello sobrante de esa zona.
Después, con un cuidado que me era casi imposible controlar, comencé a rasurar
el área. El dolor se comenzó a pronunciar ya como un ardor constante y
lacerante. Cuando tocaba la hendidura en mi cabeza, el dolor llegaba a ser
insoportable.
Cuando el área estaba completamente
desprovista de cabello, usé nuevamente mi celular para fotografiar lo se
encontraba en mi cabeza. Cuando puse la pantalla de mi celular en frente de mí
para ver la imagen, lo que vi me hizo retroceder.
Era la figura nítida de un gato erizando
su pelaje como si tuviera la intención de atacar.
Un gesto de profunda confusión se dibujó
en mi rostro. Comencé a sudar frío. Me encontraba nervioso. No sabía qué hacer
o por qué preocuparme, si esa era una forma patética de atemorizarme. Pero,
fuese como fuese, había funcionado. Tenía los dedos congelados y la mano
temblando, como un enfermo de Parkinson.
¿Qué me había pasado?
Inmediatamente me vino a la cabeza la
imagen del gato que me acosaba desde hace unas noches en la ventana de mi
habitación. Pensé que posiblemente tenía que ver con eso. Pero cómo podría
haber pasado. ¿Qué es lo que tenía que ver ese animal en todo esto?
Una horda de sentimientos negativos me
abordó por completo. Lo que más resaltaba en mí era la confusión. ¿Qué pudo
provocar esa marca en mi nuca?
Me sentí como un estúpido al pensar que
iría a casa y, por la noche, esperaría despierto a que el gato apareciese.
¿Pero qué haría cuando éste se posara presumidamente en la ventana? Me sentí
aún más imbécil al pensar que, en mi desesperación, le pudiera preguntar qué es
lo que tenía que ver con todo lo que me estaba pasando.
Frustrado, y con una evidente cara de
molestia, salí del baño, me dirigí hacia el área donde todos los empleados
guardábamos nuestros efectos personales, tomé mi mochila y me dirigí hacia la
salida sin dar cuenta del porqué me retiraba.
Regresé al lugar que rentaba sintiendo
un dolor casi punzante. El contacto con la figura de mi nuca se hacía
insoportable. Llegué disgusto y con las ganas de golpear lo que fuera.
Era como si tuviera un fuerte dolor de
cabeza: como una migraña. No soportaba ver la luz. La cabeza me daba vueltas
como si tuviera dentro un carrusel girando sin control.
Me obligué a buscar estabilidad en los
muros de aquella vivienda, pero mis manos no alcanzaban a sentir el soporte de
las paredes, quienes, a mi vista, parecían moverse de su sitio como evitaran, a
voluntad, que las tocase. Inmediatamente, un mareo se apoderó de mí y caí
rendido al piso, no sin antes darme un golpe muy fuerte contra un mueble de
madera.
No sentí que hubiera pasado mucho
tiempo, pero la noche se había hecho presente.
Desperté con un nuevo e incesante dolor
en la cabeza, como si me acabara de golpear. La habitación estaba completamente
a oscuras, vacía, como si hubieran saqueado los pocos muebles que poseía. Me
enderecé, y, al hacer fuerza con las manos, sentí un leve calambre que iba
ascendiendo hasta encarnarse en mis hombros. Esto me hizo desistir de mis
fuerzas y dejarme ir contra el piso. No podía hablar. Sentía como si algo,
extrañamente, estuviera deteniendo mi lengua desde el interior de mi boca,
desde la garganta. Tenía la mandíbula tensa y la mirada perdida como un
drogadicto.
De repente la habitación se esclareció levemente,
como si una débil luz se extendiera desde el centro de ella. Justamente desde
el centro de la habitación me encontraba yo, tirado en el suelo. No había nada
que iluminara la habitación salvo yo, pero la luz provenía de ese lugar. De
pronto unas siluetas penumbrosas y borrosas comenzaron a crecer ante mis ojos en
las paredes, como sombras que sobresalían de los muros. A la altura de los ojos,
de cada una de las siluetas, se dibujaban dos esferas luminiscentes de color
blanco. Eran sus ojos que refulgían amenazantes a medida que iban creciendo. Las
sombras fueron en aumento desde el suelo hasta el techo. Parecían encorvarse al
llegar al techo como si no cupiesen en la habitación. Sus extremidades eran muy
largas, tanto que no encajaban con sus proporciones.
En total se trataban de seis figuras
humanoides. Todas con un gesto distinto. Unos parecían estar mofándose de mí,
otros tenían el aspecto triste, incluso lloraban. El más inquietante era el
último humanoide; éste tenía un gesto desencajado, furibundo, a la vez que
parecía mutar sus gesticulaciones en todas las que lo rodeaban. De todas, era
esta última la que se posaba más insistentemente en mí.
—Mauro, viejo amigo —dijo la sombra.
La voz sonaba como si dos personas
estuviesen comunicándose a través de ella. Aun y cuando su rostro sombrío se
movían, los gestos no dejaban de cambiar.
— ¿Quién... quién eres tú? —pregunté
atónito.
Apenas me había podido enderezar. Mi
cara temblaba al igual que mi cuerpo, pero en un ritmo discordante.
— ¿Qué son ustedes? —insistí.
La habitación se quedó entre murmullos.
Todas las siluetas, a excepción de la que me había hablado, estaban comunicándose
entre ellas. La que en un principio me habló, se me quedó viendo con ojos de ira.
—Ya no nos recuerda —decían entre
ellas—. Nos ha olvidado.
En ese momento me atormentó una
sensación que poco a poco se convirtió en recuerdos. Recuerdos fugaces. Primero
el reconocimiento de las voces; una a una se empezaban a hacer presentes en mi
mente como un vago recuerdo, como alguien que recuerda el sabor de algo que
había dejado de probar. O que por lo menos había querido dejar de hacerlo.
—Mauro nos ha olvidado —dijo una voz
tosca.
—No. No puede ser —contestó una voz
débil.
— ¿Con que no recuerdas a tus amigos? —me
preguntó la voz que en un principio me había hablado.
Todavía confuso, me puse completamente
de pie. Observé las sombras como queriendo reconocerlas. Aunque sabía que,
hasta ese momento, lo único que reconocía eran sus voces. Me llegaban como unas
voces lejanas e infantiles. Pero sin ningún rostro.
Sorprendido, di una vuelta sobre mis
tobillos mientras la primera voz me decía:
—Míranos —la voz parecía querer evitar
desesperarse. Se oía forzadamente tranquila —.Hemos estado a tu lado toda tu
vida. Somos esas voces que has tratado de evitar por el miedo. Somos las voces
de tu interior. Las voces de tu conciencia, las voces de tu mente, las voces de
lo que has querido hacer y lo que no has querido hacer. Somos lo correcto y lo
suscrito a lo que se considera incorrecto.
La voz dejó que el silencio que continuó
hiciera lo suyo y se introdujera en mi mente dejando flotar recuerdos de mi
infancia.
—Nos has querido callar porque has
tenido miedo de lo que piense la gente de ti. Siempre has pensado que tú eres
el loco, y que la gente te mira como si fueras un extraño ser que habla consigo
mismo.
—Lo cierto es que hemos estado a tu lado
siempre —dijo otra voz.
—Siempre hemos sido tu compañía —dijo
otra.
—Sí —dijo otra que creí que ya había
escuchado antes.
Ahora las tonalidades de las voces eran
de gente madura. Pero, en ocasiones había un distintivo, algo que las hacía
asemejarse a las voces que yo conocía. Lo sabía en el fondo. Sabía, incluso,
que les había puesto nombres porque no podía pronunciar sus nombres verdaderos.
Nombres ridículos. Y los nombraba mis amigos. Personas inexistentes que siempre
estaban conmigo, aconsejándome, mostrándome lo que debía hacer.
En lo precario de su aspecto se alcanzó
a dibujar el rostro infantil que reconocía muy por debajo de lo escabroso de mi
memoria.
Los seis seres tomaron formas humanas
intermitentes, alternándose con su figura original que ya me habían presentado.
—El olvido era lo último que queríamos y
esperábamos de parte tuya —dijo la primera voz, que ahora sonaba con una
distorsión que le daba un toque malicioso a todo. La luz de la habitación fue
apagándose gradualmente hasta quedar un débil halo que amenazaba con morir.
Mi cuero se enchinó al ver un rostro
agrandándose ante mí.
Fue entonces que recordé en lo que decían
las antiguas leyendas de mi pueblo natal.
Decían que los gatos eran los
acompañantes de los demonios y que muchas ocasiones se hacían de almas para
otorgárselas en forma de ofrenda a sus dueños, haciéndose de la confianza de
las víctimas para después ser el alimento de sus amos. Estas víctimas eran,
sobretodo, niños de una edad específica, aunque en muchas ocasiones las
víctimas llegaban a ser jóvenes de mayor edad, incluso adultos. Decían que se
alimentaban de la preocupación y la incertidumbre de ellos para fortalecer la
voluntad de su amo. Cada demonio tenía un felino distinto y estos marcaban a
sus víctimas con heridas lacerantes en alguna parte de la cabeza. Muchas
ocasiones el demonio tenía a su cargo más de un felino, y esto definía el
poderío del mismo: a mayor número de felinos, mayor poder entre los demonios. Había
ocasiones, incluso, que eran marcadas en la frente o en las sienes. La marca de
un felino sonriente —como era en mi caso—, se trataba de una marca de muerte o
de locura, pues, se contaba, que esta marca representaba el vínculo que haría
llegar al demonio para devorar el alma de la víctima o dejarlo en un estado de
debilidad absoluta.
Mi cuerpo se entumeció al ver a aquel
rostro desprovisto de toda facción y caí hacia atrás, tropezando al querer
escapar. Recordé toda aquella leyenda y la piel se me escurrió en escalofríos.
Aquella bestia tenía el cuerpo erguido,
con una cabeza que aparentaba la combinación de varios tipos de animales. Su
mirada era fría y poseía unos ojos de serpiente inyectados en color rojo.
Retrocedí. Fue entonces cuando las seis
figuras de los niños se materializaron ante mis ojos. Cada niño enfrente de su
respectiva sombra. Parecían la reproducción de un proyector antiguo con líneas
que surcaban los cuerpos de los niños.
El demonio me miraba con un gesto
parecido a una sonrisa dibujada en sus labios. Pero en su mayor parte era un
rostro de ira. Furibundo. Serio. Bufaba como si se tratase de un toro
enrabietado. El rostro se abalanzó un poco hacia mí. Fue entonces cuando pude
ver que se trataba de algo inmensamente monstruoso. El torso era sumamente
musculoso y mostraba un pelaje parecido al de un taurino, sólo que las manos
culminaban en unas manos toscas de un humano. Mientas la parte inferior de su
cuerpo, en proporción, era más chica que todo su cuerpo. Su torso estaba
completamente desnudo, mientras que la parte inferior de su cuerpo se cubría
con una especie de pantalón hechos girones.
—Mauro —dijo la voz del demonio. Era una
voz escalofriante, estremecedora—. Tu esencia me pertenece.
Di un paso hacia atrás. Miré mis
posibilidades y me avergoncé de lo nulo que podía ser que escapara.
—Todo este tiempo has alimentado mi
voluntad con tu inseguridad, con tu miedo, con la pena que te daba aceptar las
voces en tu mente. Tu problema no era tener las voces en tu interior, el
problema era que no las aceptabas.
Su mirada se ciñó sobre mí. Su aliento
me inmovilizó. Se puso tan cerca de mi cara que pude sentir el calor que
emanaba de su boca. Entonces, con uno de sus poderosos brazos, me tomó. Con
mucha paciencia, fue abriendo las fauces de su boca. En primera instancia pensé
que tenía la intensión de comerme vivo. Pero no fue así. Abrió su boca para
aspirar despacio mi aliento, un aliento de color rojizo que salía de mi boca en
contra de mi voluntad. Me mantuvo suspendido en el aire cuando su brazo me
había dejado de rodear la cintura. Extrañamente, tenía ganas de gritar, pero
ningún sonido, a excepción de un débil quejido, salía de mi boca. Pensé que me
estaban extrayendo el alma, pero la sensación no era lo que esperaba. Pensaba
que la muerte sería dolorosa, sangrienta. Estaba perdiendo mis fuerzas, sentía
mis extremidades, en su totalidad, blandas y flácidas. Aparte comenzaba a
perder la vista gradualmente, comenzaba a sentir que mi olfato comenzaba a
producir olores que sólo habían tenido lugar en mi infancia, mi boca se estaba
secando y un zumbido se adueñaba de mis tímpanos. Aquella bestia me observaba y
lo último que pude ver fueron sus ojos de reptil antes que mi mirada se cegara
por completo.
Hoy me encuentro en lo que creo que es
un hospital para enfermos mentales. Me han metido aquí debido a lo confuso que
puede resultar un trato conmigo. No veo nada por mis ojos, sólo esta profunda
oscuridad.
A lo lejos puedo escuchar las voces de
las sombras comunicándose a través de mi cuerpo todo el día. Se han adueñado de
mí casi por completo. Los demás me siguen considerando un loco por las cosas
que hacen los espíritus que a través de mí. Voy escribiendo esto mientras los
espíritus que me tienen cautivo en mi propio cuerpo duermen. Puedo escuchar sus
ronquidos como bestias durmiendo en una posición incómoda. Porque aunque
parezca raro, ellos duermen y quitan su atención de la realidad, y es ahí donde
puedo expresar todo lo que he sentido.
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