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miércoles, 7 de marzo de 2018

Astaroth




Astaroth⚝


E
ra la enésima vez que Dalia deslizaba el peine sobre su cabello liso y castaño, antes de irse a dormir. Esperaba ver otra vez cuando su propio reflejo volviera adquirir movimiento independiente al suyo. Era un acto que le producía un miedo incesante, pulsante de cierta manera, pero era la única forma de sentirse tranquila, de saberse acompañada sin nadie que le pudiera hacer daño. Ella no notaba nada extraño en su conducta, puesto que esto ya tenía más tiempo de lo que ella recordaba. Sentía que ella estaba en lo correcto, pues todos hablan con sí mismos en algún momento dado, todos tienen algo que decirse y que siempre se guardan para cuando no hay nadie. Pero a los ojos de la demás gente, ella era la extraña. Toda la gente la criticaba por su apariencia, le decían que parecía una joven zombi por sus tan marcadas ojeras que descansaban debajo de sus ojos, como dos manchas producidas por moretones. Pero eran a falta de sueño, ya que por las noches Dalia no conseguía dormir. Se mantenía insomne para evitar soñar, ya que, cuando dormía, una figura, muy parecida a ella, lloraba desde la oscuridad de un rincón de la habitación. Lloraba y la maldecía, diciéndole que pronto se arrepentiría por dejarla tan sola.

En ocasiones, su doble del espejo, le hacía entender que lo que veía en las noches era algo así como la parte materializada por sus miedos. Que ella, su doble del espejo, era su parte segura. Pero que, como podía ver, ella se encontraba encerrada detrás de la dimensión de un cristal, mientras su otra yo se encontraba libre, triste y con ganas de hacerle daño.
Tenía que aceptar que aunque su doble del espejo le asustaba por la fría mirada que tenía, prefería platicar con ella que soñar su otra yo, la que se le aparecía en sueños. No era muy placentero platicar con ella, ya que por momentos sentía que le daba consejos dirigidos a ser más insegura de lo que de por sí ya era. Le anunciaba lo que estaba a punto de pasar, como anticiparle que alguien se aproximaba a su puerta o que alguien estaba hablando de ella en la casa. Cuando hacía esto último le hacía ser una chica más desconfiada. Incluso no dejaba que nadie se le acercara. Era tan solitaria que nadie en el colegio se le acercaba. Todos parecían sentir pena por ella y, hasta de cierto modo, lástima y miedo.
Pocas veces eran las ocasiones en que el sueño la vencía y optaba por cerrar los ojos. Pero era cuestión de tiempo para que el llanto de su otra yo comenzara a emitirse por la habitación. Algunas ocasiones, y en el mejor de los casos, lograba despertarse y ponerse a salvo en la realidad oscura en la que ella se sentía a gusto, pero, en otras tantas ocasiones, la interface entre el sueño y la consciencia quedaba bloqueada y no le permitían salir de sus sueños. Tenía que esperar, irremediablemente, a poder despertar por sí sola.
Esa noche, no consiguió aguantar mucho el cansancio, y, aunque su otra yo, la del espejo, la miraba expectante, se fue a su cama con la idea de sólo recostarse. Pero, mientras trascendían los minutos, sus párpados comenzaban a adquirir peso en sus ojos, hasta que de pronto el peso en sus ojos estaba insostenible. Irremediablemente, se sumergió en un profundo sueño, tan pesado que se traducía en las noches que no conseguía dormir.
Tuvo la sensación de haber despertado, pero sólo era la apreciación de la ensoñación. Miró a sus costados y se sintió tranquila por estar todavía en su habitación, recostada en su cama. Todo parecía normal. No había llantos ni amenazas, ni sonidos de pies desnudos acercándose hacia ella. Todo era un profundo y sepulcral silencio, tan desconcertante como sentirte asechada por un asesino silencioso y precavido. Suspiró, pensó en que estuvo a punto de quedarse dormida. Pero no había sido así. Había algo pesado en el ambiente, algo que la hacía sentirse incluso más pesada. Se incorporó en la cama y abrazó sus rodillas contra su pecho. Sintió un bajón en su presión sanguínea al mismo tiempo en que se sentó. Pudo sentir una leve corriente de aire pasar por sus pies desnudos y se los cubrió con su camisón de dormir. Después de un largo rato de estar en esa posición miró al espejo y notó que estaba roto. En su centro se dibujaba una oquedad opaca, con bordes cristalinos y afilados. Se levantó de su cama y comenzó a caminar lentamente. El piso estaba mojado, pero no era agua. Era una solución viscosa, que aparentaba ser agua a simple vista y tenía un olor a cera quemada. El líquido era muy tibio e iba en contraste con la sensación que tenía del ambiente. Al acercarse al espejó, y en lo que debía de ser el reflejo de la habitación en el fondo del espejo se encontraba un charco enorme color púrpura. Miró a sus espaldas y no había nada allí. Volvió la mirada al cristal y vio que más al fondo de donde se encontraba el charco se encontraba alguien sentado, mirándola, desde la oscuridad con una sonrisa retorcida. Su cara apenas se veía entre su cabellera, que caía en desorden por sus desconcertantes facciones. Lo que fuese, tenía un camisón idéntico al que portaba ella, sólo que éste estaba mugriento y completamente batido de sangre. Aquella cosa parecía convulsionarse al mismo tiempo que por su garganta parecía estar atascado algo que llegaba a sobresalir por la boca.
Dalia retrocedió unos pasos. Reconoció al instante a su otra yo, sólo que ahora estaba en el interior del espejo y, al parecer, engullendo algo o a alguien. No lo pensó dos veces y cuando se dio cuenta ya se encontraba corriendo hacia la puerta de su habitación.
La puerta estaba atrancada, no se abría, era como si alguien, desde el otro lado, se lo impidiese y la jalara en el sentido opuesto al que ella lo hacía. Dalia regresó la mirada hacia el espejo y alcanzó a ver que la figura se estaba poniendo en pie de una forma inhumana, parecía un animal herido tratando de aferrarse a la vida. Muy dolidamente lo estaba consiguiendo, parecía que le costaba mucho trabajo conservar el equilibrio. Al dar el primer paso hacia ella, su otra yo parecía desorientada y desequilibrada, y, aunque no le quitaba la mirada de encima, zigzagueaba al caminar, como si le costara un esfuerzo sobrehumano mantenerse en pie. La forma en que caminaba le hizo sentir a Dalia una punzada de miedo en el pecho. Sin dejarla de mirar, empeñó mayor fuerza y mayores esfuerzos para abrir la puerta, a la vez que miraba cómo su otra yo se iba a acercando. La vio agarrar el borde del espejo estrellado sin inmutarse aun y cuando los cristales le hicieron una profunda herida en las manos.
Con todo eso, Dalia consiguió abrir la puerta de su dormitorio. Ya no volteó hacia atrás. El miedo, desde su interior, le gritaba que corriera y gritara. Si Dalia se hubiese dado el tiempo para mirarla una última vez, habría visto una contorsión irreal al momento de que su otra yo pasara por el umbral del espejo, saliendo como un arácnido por la orilla.
Lo primero que se le ocurrió hacer al ir descendiendo por la escalera fue gritar a sus padres. Pero no hubo ninguna respuesta. Bajó la escalera de cinco zancadas. Miró por el cubo de la escalera y sintió confianza de que la había perdido de vista. Pero ahora percibía un sonido. Un quejido que llegaba remotamente a sus oídos, como un alarido atrapado en la garganta de alguien.
Toda la casa estaba a oscuras. No entendía por qué no había despertado aún, si ya había pasado momentos por lo que, ineludiblemente, hubiese regresado en sí. Miró a su alrededor y comprendió lo enrarecida que estaba la casa. Había cosas que estaban fuera de lugar, pero otras tantas que estaban completamente normales. En la oscuridad, alcanzaba a escuchar el traqueteo del pasar de las manecillas del reloj de la sala a un paso tan lento y desesperante, como las pisadas de un anciano. Pero el burbujeo del oxígeno de la pecera del comedor le era tan normal, que cuando fijaba éstas dos cosas en su mente, le hacía sentir una desesperación incontrolable, había desordenen en el ambiente, y eso lo sabía.
Se dio la vuelta e intentó girar el pomo de la puerta. No pudo. En su lugar, se embarró de una sustancia viscosa, posiblemente negra. No podía percibir exactamente el color de aquél líquido. Pero sí que era una sustancia muy pegajosa, que iba acompañada por un olor sumamente putrefacto.
Oyó pasos en la planta de arria. Como si fuera una señal para que se moviera, ella fue hacia la sala; el lugar más cercano que tenía. Había unas ventanas que conducían al jardín y esperaba que éstas estuviesen abiertas, pero se llevó una gran decepción y un gran susto al ver que toda esa habitación se había convertido en un cuarto completamente a oscuras, y donde se encontraban las ventanas, se ubicaban unas cruces de madera clavadas a la pared bloqueándolas ventanas. De pronto, escuchó los pasos que azotaban por la escalera, pero era de una forma abrupta y descompuesta, como si estuvieran cayendo por los peldaños de la escalera o rodando por ella. Miró hacia la pared del fondo, la que estaba enfrente de las escaleras y vio una sombra desfigurada descendiendo a trompicones. Se atemorizó y se acorraló ella misma en el muro del fondo. Agazapada y con la afectación de su temor penetrado en su piel, trató de no moverse, mantenerse inerte detrás de uno de los muebles de madera raída que pensaba que estaban produciendo sus sueños. Pero seguía habiendo un factor en el que desconfiaba y que le hacía sentir que su realidad y su ensoñación se mantenían ligadas en un punto. El miedo era real; sentía la ponderación de su nerviosismo, haciéndose cada vez más fuerte; la sensación de todo lo que tocaba era real, pero todo por lo que estaba huyendo era completamente ilógico. Se resignó a quedarse quieta en medio de la oscuridad y cerrar sus ojos como si estos fueran una coraza que la pudiera defender de lo que fuese que estaba descendiendo por la escalera.
Llegó un momento en que su voluntad era nula, en que no tuvo siquiera ganas de despertar, puesto que había grandes motivos para pensar en que había estado despierta desde un principio.
Con los ojos resignadamente cerrados, escuchó sonidos en la sala; una respiración gutural, seguida de un bufido parecido a la de un toro. Se posicionó inmediatamente en una postura fetal, cuidando que sus movimientos fueran prácticamente inaudibles. Comenzó a llorar.
Ahora los pasos los sentía tan solo a unos metros de distancia. Su pulso estaba desbocado y su mandíbula le dolía tanto debido a la presión que estaba ejerciendo sobre sus dientes. Sus movimientos eran tan pausados y precavidos que, incluso, quería apagar su propia respiración.
Aquello deambuló por la sala por unos momentos. Parecía detenerse a observar detenidamente por cada resquicio de la sala. Seguía bufando y parecía cada vez más molesto. Fue en un momento donde la respiración de esa cosa se volvió rasposa y dificultosa. En ese mismo momento, Dalia contuvo su respiración y dejó de moverse por completo. Con todo el miedo que aquello había producido en ella, sintió la respiración de esa cosa en su nuca, como si la estuviera olfateando. Se le escapó un sollozo y escuchó un largo bufido que la acabó por estremecer por completo.
Tras ese momento sintió una exhalación en la oreja derecha. Poco a poco, se le fueron erizando los vellos de la de la nuca, como un efecto dominó, hasta la espalda baja. Abrió la boca y se le escapó un suspiro. Quería levantarse y echarse a correr, llorar o lo que fuera. Tuvo la intención de hacerlo, pero, en cuanto abrió los ojos, ahí estaba el espectro que se aparecía en sus sueños, acostado, en la misma posición que ella. Aterrada, vio sus ojos perdidos en la nada, como si ella no se encontrara allí y su mirada estuviera dirigida a algo más y no a ella. Se estremeció al poner atención y observar que, en lo que deberían de ser sus ojos, sólo se encontraba la cuenca de los mismos, no había nada más que dos profundos huecos negro punzantes que la miraban como un ciego siguiendo una voz. Su cara estaba batida de sangre cuajada y su cabello caía, enmarañado, sobre el piso.
El espectro se fue levantando y Dalia lo fue siguiendo con la mirada. Primero hacia un costado, después hacia al otro, hasta que por fin se levantó y ella se quedó inmóvil, en el suelo. Parecía olfatearle lascivamente el cuerpo, puesto que fue descendiendo como si buscara algo en su piel.
—Ponte de pie —le ordenó el espectro sin siquiera mover la boca.
Ella obedeció, más por el impulso que le provocó ver que sus facciones ni siquiera se movían, sólo la escuchaba en su mente.
—Ahora estás bajo mi control. Tu vida, tu valor, tu miedo, tu voluntad, ahora dependen de mí. Vivirás si yo quiero, morirás si yo lo deseo. Tus lágrimas ahora serán alimento para mis actos. No tendrá sentido tu llanto, porque en el mundo exterior serás sólo una masa inerte, inmóvil ante todos los que te vean. Cuando tengas momentos de lucidez —que de antemano te digo: serán pocos— no recordarás nada. Verás el mundo mediante la confusión de no saber si estás despierta o dormida. Querrás morir cuando estés dentro de este umbral. Porque todo lo que intenten en el exterior sólo funcionará para una cosa: alimentar mis ganas de seguir poseyéndote.   
Su voz del espectro era como la de un hombre con voz aguardentosa, profunda, casi animal. Podía sentir su aliento estrellándose en su cara, que era fétido y tibio.
—Algún día me hartaré de ti. Y tu cuerpo morirá. Lo único que ganaré de todo esto será llevarme tu alma. No hay otra cosa que me gustase más que eso.
— ¿Por qué mi alma?
El espectro se hizo hacia atrás y expuso una sonrisa lánguida y espeluznante. La sangre le recorría los labios y le dejaba una estela al seguir bajando por su barbilla. Sacó la lengua y la recorrió por su labio inferior, saboreándose mientras la veía.
—En lo que ustedes conocen como el infierno — empezó diciendo—, llevamos a las almas de los enjuiciados; las almas de los desdichados que fueron arrebatados de la mano de Dios — esgrimió una sonrisa de oreja a oreja al decir eso—. Los explotamos y los hacemos creer que no hay alguien que los pueda esperar en el “paraíso”, todo esto a base de un sacrificio al que podemos poner en similitud con la vida que llevan cotidianamente. Pero no todo es malo en el infierno. No, claro que no. A las almas que oponen menos resistencia al cambio pasan a un estado en el que no hay tanto dolor, un estado en el que pueden ser un poco libres, viviendo en el mismo infierno.
Dalia pensaba que lo que estaba pasando en realidad era un sueño. Siempre había pensado que el cielo y el infierno eran sólo leyendas, mitos para atemorizar a la humanidad acerca de lo que estaba bien y lo que estaba mal, algo así como un examen de consciencia a nivel espiritual. Pero ahora, si todo esto no resultaba ser un sueño, todo lo que ella creía se había quebrantado.
— ¿Por qué yo? —Dijo Dalia esgrimiendo un rictus de temor.
—Siempre las almas reprimidas y débiles como la tuya representan un claro ejemplo de la debilidad humana; la obra maestra de Dios. Y sólo buscamos hacerle ver aquel omnipotente ser que no es tan poderoso como todos piensan. Tomamos sus almas y las hacemos fuertes, invencibles, y con esto demostramos lo benefactor que se puede ser de una forma poco ortodoxa. Los demonios como yo somos recolectores de almas, vemos y observamos la vida de los hombres en busca de prospectos.    
Dalia lo miró con desilusión. De cierta forma estaba completamente atrapada. Estaba en un umbral donde no definía qué era real y qué no. Podría estar haciendo algo en su sueño, pero también poder hacer otras cosas sin siquiera darse cuenta en la realidad.
Miró con temor y tristeza el rostro de aquel espectro y descubrió que él sabía de antemano de lo que hablaba. Tendría que resignarse a ser lo que él quisiese que fuera. Probablemente morir era algo inminente.
En ese mismo umbral, como si fueran voces que se perdían en medio de la nada, escuchó la voz de su madre resonar en los muros de esa casa falsa, la cual sollozaba su nombre en medio de su llanto.
—Levántate — le ordenó.
Ella se fue levantando sin decir nada, obedeciendo a sus indicaciones cual si fuera su propia voluntad. Siguió al espectro hasta su habitación y se recostó en su cama tal y como se lo indicó. Mantuvo la cabeza agachada y, como si fuera arte de magia, notó que lo que estaba a su alrededor se estaba esclareciendo, parecía que había salido el sol sin siquiera dar paso al alba. Fue un esclarecimiento repentino, súbito. Dio un par de convulsiones y comenzó a alzar su cabeza. Vio a su alrededor a su madre, la cual lloraba y esgrimía una sonrisa al verla volver en sí. Dalia, con los ojos cansados y apenas abiertos, comenzó a girar la cabeza; estaban también su hermana y su padre. Éste último tenía un rasguño enorme en la parte del cuello que le llegaba hasta el pecho, era una herida que estaba prácticamente cerrada, pero que se notaba que en su momento había sido una herida profunda.
— ¡Gracias a Dios que has despertado! —exclamó su madre. Su padre esbozó una media sonrisa.
Su hermana la vio con cierta desconfianza. Dalia trató de extender su mano hacia la de su hermana que estaba a los pies de la cama. Inmediatamente su hermana se alejó de la cama y se recargó en la silla en la cual estaba sentada.
— ¿Qué tienes? —preguntó Dalia.
Miró a su madre y ésta bajó la mirada. Su padre se levantó de la cama y se detuvo enfrente del ventanal de la habitación.
— ¿Qué sucede? —insistió.
Su madre suspiró.
— ¿De verdad no recuerdas nada?
Ella meneó la cabeza en señal de negación.
—Apenas hoy en la madrugada —dijo su madre— escuchamos ruidos que venían de la sala. Inmediatamente tu padre fue a ver qué era lo que estaba ocurriendo. La alfombra del pasillo estaba repleta de una sustancia viscosa, olía a quemado. Así que abrió tu cuarto y observo que no estabas en la habitación. Entonces vio que el espejo de tu habitación estaba hecho añicos —Dalia volteó a ver el espejo que en efecto estaba completamente roto—. En ese momento me gritó y fui a alcanzarlo. Me espanté al ver el líquido regado por todo el suelo. Pero lo más alarmante fue que uno de los cristales quebrados tenía algo parecido a la sangre, era algo casi negro en su totalidad. Me puse nerviosa y pasé a revisar el cuarto mientras tu padre iba abajo a ver si te encontrabas ahí. Tu hermana salió del cuarto contiguo y me miró desconcertada. Me preguntó por ti. Hasta ese momento, pensamos que alguien había entrado en la casa y te había hecho daño. Tu hermana fue hasta el armario y saco un bate para estar prevenidas por cualquier cosa. En ese momento tu papá comenzó a gritar desde la planta baja, así que corrimos hasta allí y observamos que estabas tendida en el piso, convulsionándote. Pensamos en tomarte en brazos y llevarte a tu cuarto. Pero cuando tu padre se acercó, tu cuerpo se tensó por completo, como si fueras un tronco.
Su madre comenzó a llorar, por lo que su hija fue a abrazarla.
—Y lo que pasó después no sé si lo pueda describir —prosiguió ahora su padre, retomando la conversación que había dejado inconclusa la madre de Dalia—. Después que estiraste tu cuerpo repentinamente como si estuvieses amarrada, tu cuerpo, sin ninguna forma posible aparente, se deslizó hasta la pared del fondo. No obstante con dejarnos atónitos a los tres, lo que siguió fue más que escalofriante y sorprendente a la vez: lentamente tu cuerpo se fue acomodando y levantando solo, sin que nada te tocara, y, como si estuviese pegado a la pared, se empezó a deslizar hacia arriba, ascendiendo por el muro. De pronto, tu tronco comenzó a girar, a la vez que tus brazos se iban separando de tu cuerpo y manteniendo una posición extendida. Tus pies giraron hasta quedar apuntando al techo y tu cabeza hacia el suelo. Tus ojos contemplaban un vacío atrás de nosotros, mientras iban adquiriendo una tonalidad grisácea. Tu cuerpo se comenzó a arquear, ahí mismo, suspendida, de pies y manos, en la pared. Justo como si fuera un crucifijo invertido —la voz de su padre se iba quebrando, se aclaró la garganta y prosiguió—: Después traté de acercarme. Pensé que podía acercarme a ti, pero en cuanto estuve lo suficientemente cerca, tus manos, repentinamente, me tomaron por el cuello, estrujándome con una fuerza anormal y que no correspondía a tu cuerpo. Gruñiste como un animal. Forcejeé contigo tratando de zafarme, pero no podía. Tus uñas se encajaron en mi cuello y fue tanta la fuerza que empleé que mi piel se comenzó a desgarrar hasta que por fin me pude zafar.
Dalia quedó estupefacta. Miró a todos con una mirada de arrepentimiento y se inclinó hacia atrás.
—Posteriormente a eso caíste al suelo, desmayada. Caíste como una roca sobre tu espalda —repuso su madre—. Te levantamos y te trajimos aquí, entre los tres. Y desde ese entonces no habías despertado del todo. Haz tenido alucinaciones, como si no estuvieras aquí. Por momentos tus manos se dirigían hacia tu cara con la intención de rasguñarte a ti misma. Tratamos de detenerte, pero lo único que conseguíamos son estos rasguños que tú nos dabas —su madre se descubrió uno de sus brazos dejando ver unos largos arañazos que concluían en un hundimiento de uñas en la carne viva.
Su familia salió de la habitación después que ella terminara por dormirse.
Fueron meses delirantes. Los constantes sucesos fueron incrementando de intensidad. Fueron desde contantes movilizaciones de objetos que, por toda la casa, salían disparados como proyectiles. Algunos lograron dar en el blanco dañando con esto a la familia. Su padre llegó a ser agredido con herramientas, con cuchillos, al igual que su madre; la cual fue encontrada en una ocasión en la cocina, sangrando profusamente de una mano, debido a que un cuchillo cayó de la alacena, cuando no había ninguna razón para que éste cuchillo estuviese en ese lugar. Su hermana cayó varias veces de la escalera estando sonámbula, acto que nunca antes había padecido, y se lesionó varias veces las manos tratando de luchar por lo que ella decía que era un espectro queriéndole hacer daño.
Una noche, mientras que Dalia se encontraba en su habitación, sola, comenzó a sentir como si alguien reptara por su cuerpo. Era una sensación parecida a la que se tiene cuando un arácnido va subiendo por las extremidades. Su respiración se fue agitando y comenzó a sentir cómo se endurecían sus músculos y sus nervios iban adquiriendo una rigidez absoluta. Para cuando consiguió abrir los ojos, ya no podía mover su cuerpo. Le tomó por sorpresa sentir cómo unas uñas se le encajaban en sus piernas, tuvo la impresión de que se trataba de algo parecido a unas garras por la forma en que la tomaba en toda la circunferencia de sus extremidades. Alcanzaba a percibir un olor fétido acompañado de una sensación de un ligero aire que se estrellaba en sus muslos. Abrió la boca, no porque ella quisiera, sino porque algo la estaba haciendo perder el control de todo su cuerpo. Cerró los ojos con desesperación y sintió como una mano le apretaba la garganta.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba en el umbral de sus sueños, volteando hacia abajo, mirando desde el techo su habitación y suspendida en el aire.
—Esto es lo que se siente cuando la gente muere ­­­­­—le susurró al oído el espectro mientras sacaba una larga lengua y la miraba con satisfacción—, esa sensación de falta de aire, de inmolar parte por parte cada sección de tu cuerpo es lo que me hace sentir mejor. Este es el placer que buscamos los demonios. Esa sensación es la que nos hace sentir vivos, debido a que la gente, en ese momento, suelta la mayor cantidad de energía que en toda su vida puede soltar, no importando edades. Siempre es así.
Las manos del espectro se hicieron visibles al igual que su cuerpo. Tenía el aspecto de un hombre extremadamente delgado, con unos enormes cuernos que le colgaban de cada lado de su cara. De su cabeza, se observaban unos cabellos enroscados en gruesos cordones que terminaban en unas calaveras, posiblemente de marfil. Poseía cuatro brazos; dos del lado derecho y dos del lado izquierdo. Sus brazos parecían salir paralelos de cada uno de sus hombros huesudos. La piel era extremadamente reseca y parecía caérsele como escamas. Tenía un aparente casco que se le confundía con el color de su piel, la cual aparentaba ser de un color oscuro, posiblemente café, y en la parte posterior de su cuerpo, donde Dalia suponía que deberían de estar sus omóplatos, sobresalían unas alas que parecían haber estado en algún momento pobladas de plumas. Estas alas tenían movimientos independientes por lo que eran otras extremidades aparte de las que ya tenía. Su cuerpo terminaba en unas piernas largar y huesudas, y parecía tener patas en lugar de pies.
—Esta es mi forma original —dijo—, me presentó. Este día fue la última vez que estarás con vida. Como podrás imaginarte, ya no me sirves. Tu aspecto decrépito ya no place. He absorbido toda tu voluntad, estás en el punto en el que no quisieras seguir viviendo y he demostrado que tu condición no depende más que del tiempo en el que tu cuerpo tarde en sucumbir ante la muerte. Vivirás sólo un poco más, sólo lo suficiente.
Dalia se le quedó mirando.
—Mi nombre es Astaroth. Hasta nunca, estimada Dalia.

Fueron pocos días más en los que Dalia tardó en sucumbir ante la muerte después que se sintiera tan débil y que las ganas de morir terminaran por ganarle y sumirla en un delirio inminente. Sus piernas y sus brazos se adelgazaron tanto que tenían el aspecto de unas ramas de un árbol. Su cara prácticamente se había desprovisto de facciones. Los pocos días en que tardó en morir, no ingirió alimento alguno, se puede decir que murió por el descuido y la falta de alimento. Su familia se mantuvo con ella hasta el final, creyendo que, de alguna manera ella se salvaría, yendo contra todo pronóstico.
Le vieron médicos, que lo único que le hacían era ponerle sueros debido a que no encontraban una razón lógica para su estado. Incluso el psicólogo que la visitó se quedó sin argumentos al ver cómo sus conversaciones no llegaban lejos, quizá a un saludo y nada más. Su madre, con el afán de descartar todas las posibilidades, llamó a un sacerdote y éste puntualizó, por todo lo que le habían descrito los familiares de Dalia que pasó en la primera noche, que se trataba de una posible posesión.
Su madre le dio al sacerdote un diario que Dalia llenaba, en el cual había dejado de escribir desde que empezaron los sucesos, pero que en la última página había escrito sólo una única palabra. Y ésta era: «Astaroth».
El sacerdote les comentó, sin hacer preguntas, que, en efecto, se trataba posesión diabólica, que Astaroth pertenece a las más altas jerarquías del infierno, que se encuentra en el mismo lugar que Lucifer y Belcebú, que es tan poderoso como ellos y que es un maestro para dominar a las personas, pues, se cree, que goza de hacerlo y lo hace con mucha regularidad haciendo que sus víctimas mueran solas e, incluso, le rueguen a él para que las mate con tal de no sentir más dolor.
El párroco les dijo que el demonio ya había abandonado el cuerpo de Dalia, que eso lo podía ver por su reacción ante artículos de procedencia religiosa y que no había nada más que hacer más que esperar el cruel momento de su muerte.








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